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¡No!, al aumento
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Para nadie es secreto que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, invocando atender las causas que lo generan, ha optado desde que ocupa la Presidencia en no combatir más allá de lo estrictamente necesario que denominamos crimen organizado. “Abrazos y no balazos”, que llega a chocantes diferencias de trato en el discurso para connotados criminales “que también son humanos”, mientras se ejerce un gozoso y cotidiano linchamiento sobre sus opositores, sean de las clases sociales de que provengan. El pecado es disentir.
Habida cuenta de que es una falacia atribuir a la pobreza y no a la cultura de la ilegalidad el auge del crimen, habría que tratar de entender cuál es la raíz de este increíble prejuicio que no ha hecho sino ceder la soberanía de facto en amplios territorios de México a las bandas de delincuentes.
Ensayaría varias respuestas: si bien es claro que el proyecto de López Obrador no es socialista ni de izquierda (tiene algunas políticas desde la versión más anquilosada de esa matriz como las tiene desde la derecha más rancia, sin omitir políticas acertadas, aunque insuficientes), sino altamente pragmático, y con un discurso demagógico que mantiene al presidente con altos índices de popularidad, hay que ver en la menor relevancia que se da a la lucha contra el crimen, a dos enfoques altamente ideológicos de muchos de los miembros de su gobierno.
El primero, esa vieja noción histórica que comparten izquierdas y derechas latinoamericanas, católicos y revolucionarios, contra los Estados Unidos. Como si fuera solamente un fenómeno de producción y tráfico de enervantes (hace 20 años perdió esa nota distintiva) y no un sistema de control territorial sobre todas las actividades económicas y a costa de todas las libertades civiles, consideran que “es un problema de los gringos”. Tampoco reparan en el tremendo impacto que las adicciones ya tienen en México. Es una desoladora miopía.
El segundo, creer que el crimen organizado vertebra una supuesta rebelión de los pobres. Insistiría sobre el peligro inherente de criminalizar la pobreza, y la falta de lucidez sobre un hecho incontestable: en las regiones sometidas a los poderes feudales, los pobres no viven mejor, no hay mejores servicios públicos ni se gozan de mayores libertades. A la larga, el efecto político de generaciones crecidas sin el monopolio del Estado mexicano va a regresar a la vieja pesadilla decimonónica de los separatismos, ¿para qué quiero un gobierno central indiferente a mis problemas y que me extrae rentas sin darme seguridad y calidad de vida, pues no gobierna aquí?
Muchos expertos coinciden en que el narco es una forma de capitalismo salvaje, lo cual es defendible, pues partimos de la base de una renuncia a la regulación económica del Estado. Eso no empezó con AMLO, es herencia nunca resuelta del viejo sistema derrotado en 2000 y que solo se subraya con López Obrador. El campo es por antonomasia de los pobres, por lo tanto, no tiene sino regulaciones fiscales tímidas. En consecuencia, es un paraíso para los negocios ilegales y sus efectos ostensibles: la destrucción ambiental y los usos territoriales definidos desde los planes de corto plazo de los empresarios del crimen.
Los pocos espacios donde hay resistencia son esas demarcaciones heredadas de los regímenes del neoliberalismo demonizado: las áreas naturales protegidas. Incluso allí, el lopezobradorismo, que las debilita sin presupuestos ni personal suficientes y sin apoyo del brazo armado gubernamental para imponer la ley, la imposición gradual de los intereses criminales ya es una realidad con la que será largo y difícil lidiar.
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jl/I