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Abuelos

Estos días me he acordado mucho de mis abuelos (los maternos, que en realidad son los únicos que siempre he tenido y los únicos que conocí). No sé si es porque el Día de Muertos se acerca, si porque hace unos días fue el cumpleaños de mi abuelo o si porque la única hermana de mi abuela que está con vida se encuentra de visita en México.

Don Rafa, como mucha gente le decía de cariño a mi agüe, murió cuando yo era muy niña. Y aunque sí tengo recuerdos de él, muchos de ellos son de cuando la enfermedad que lo aquejaba ya había avanzado demasiado.

El 24 de octubre habría cumplido 93 años.

Era curtidor y trabajaba en una tenería en El Retiro, ese barrio de Guadalajara que, aún de vez en cuando, huele a los químicos que usan para tratar las pieles.

La oficina principal del negocio, que se ubicaba en la última cuadra de la calle Silvestre Revueltas, adonde llegábamos para visitarlo a veces después de la escuela, era fría, oscura y húmeda. Toda la tenería lo era.

Casi siempre mi prima y yo entrábamos con cara de fuchi. El olor de las pieles curtiéndose no es agradable. “Pero el dinero no huele feo, ¿verdad?”, nos decía. Y la frase se convirtió en parte del anecdotario familiar. Ya después supe que, a quien se quejaba del trabajo que él hacía, les soltaba perlas del mismo gramaje: “No te gusta el olor, pero bien que te comes las gelatinas”, “Te quejas pero ahí traes a un animal en el brazo”.

Ahora, pienso, lo que quería decir es que no había vergüenza ni indignidad en ese empleo que hacía para obtener los billetes que acababan en casa. Eso sí, aunque nos costaba disimular, la cara de fuchi se nos quitaba a mi prima y a mí cuando nos daba nuestro domingo o cuando estrenábamos zapatos hechos a la medida de nuestros pies, artesanales, de un hermoso charol rojo, pero con plantilla incluida, por aquello de que teníamos pie plano.

Tere Ramos, como le decían sus amigas de la infancia, con apellido incluido para distinguirla del resto de otras Teres, falleció hace casi cinco años, a principios de 2018. Ella, a diferencia de mi abuelo, vivió 93 años en esta tierra.

Contrario a lo que siempre decía, nadie la mató de un coraje ni Dios-nuestro-señor-todopoderoso, como soltaba sin tomar aire, se la llevó a su lado cuando ella ya quería morirse. Nos costó siempre trabajo entendernos. Ambas éramos tercas, pero de modos diferentes, aunque ya en los últimos años estoy segura de que encontramos puntos en los que podíamos equilibrarnos.

A veces me arrepiento de haberla juzgado de forma tan dura, cuando ella fue educada de otras maneras, en una época por completo ajena a la mía. Y yo le salí con un pensamiento que, también estoy segura, más de una ocasión le decepcionó.

Pero por alguna razón ahora siento que estaba orgullosa de mí. Me lo decía en frases crípticas o comentarios indirectos. Le parecía casi increíble que yo hubiera regresado a Zacatecas en búsqueda de trabajo, de donde ella se había ido muchos años antes para llegar a Guadalajara, donde se asentó y forjó su familia y patrimonio.

Tenía buena mano para la cocina, herencia de una madre y una abuela que cocinaban como ningunas otras, a decir de más personas que las conocieron. Las plantas se le daban con facilidad y siempre estuvieron presentes en casa. Y tenía un modo de mando que, fuese como fuese, hacía que las cosas alrededor funcionaran.

Nos contaba historias de fantasmas y espíritus que no nos cansábamos de oír. Nos cantaba canciones que luego escuchábamos cuando las repetía con la llegada a este mundo de cada nueva nieta y los dos bisnietos que conoció. La casa siempre olía a café con canela y sabíamos que se acercaba Navidad cuando ese aroma ya era del ponche.

Físicamente no es a ellos a quienes me parezco. Como suele ocurrir con la vida, tan irónica, me parezco a mi familia paterna, la que nunca me procuró y cuyos nombres difícilmente recuerdo.

Pero de mis abuelos, don Rafa y Tere Ramos, siempre tendré la vida que me regalaron.

Sin regateos.

Twitter: @perlavelasco

jl/I