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La incómoda marcha

El domingo pasado miles de personas marcharon para expresar su rechazo a la reforma electoral que impulsa el presidente Andrés Manuel López Obrador. Las manifestaciones se llevaron en medio centenar de ciudades del país.

Más allá del contenido de la protesta y de las causas que la originaron –sobre lo que mucho se ha escrito– queda claro que resultó muy incómoda para el gobierno.

Las manifestaciones mostraron la importancia que sigue teniendo la calle como espacio de lucha política. Salir físicamente de los entornos privados a los espacios públicos, para poner el cuerpo y el rostro a fin de expresar una opinión política, genera efectos importantes.

En tiempos de la prevalencia de las redes sociales, en los que muchos aspectos de la vida, entre ellos las disputas políticas, se trasladan a los espacios virtuales, podría parecer que las movilizaciones físicas perderían relevancia.

Pero resulta que no. Que más allá de los miles y miles de tuits o de publicaciones en línea que inundan los espacios virtuales y que, sin duda, tienen una gran influencia política, las concentraciones físicas poseen un gran peso específico.

A quienes gobiernan, sean del partido que sean, no les gustan las manifestaciones de ciudadanos que cuestionen sus acciones. Menos aún a un régimen que aspira a la unanimidad y que considera el disenso no como parte de la vida democrática, sino como una conspiración en su contra.

Por ello el presidente y varios de sus seguidores se empeñaron en descalificar e insultar a quienes participarían en las marchas, pero los improperios no sirvieron para desalentarlas. Puede ser que, incluso, las hubieran incentivado en algunos casos. Al referirse con tanta insistencia a ellas terminaron haciéndoles publicidad. Ocurrió lo que suele pasar con las películas censuradas que adquieren mayor interés. Una actitud más serena hubiera contribuido a mantener a la movilización en un perfil más bajo.

Las descalificaciones siguieron después de la marcha. Se centraron en mostrar la participación de varios personajes impresentables, como si representaran a la mayoría. Si bien este discurso funciona para reforzar la fidelidad de los adeptos (que suman muchos millones), no resulta adecuado para muchas personas que descubren con facilidad la falacia: tomar una parte por el todo.

El argumento sigue la misma lógica de los regímenes priistas que acusaban que detrás de los estudiantes que en 68 exigían libertad o de las movilizaciones de apoyo al movimiento zapatista, había intereses oscuros y conjuras internacionales. O cuando el panista Felipe Calderón acusaba a quienes criticaban su política de combate al narco de defender al crimen organizado.

Minimizar las cifras, como lo suelen hacer las autoridades de cualquier partido, es otra muestra del impacto que causó la marcha. La guerra de números es normal en estos casos. Los gobiernos minimizan y los organizadores exageran. El secretario de Gobierno de la Ciudad de México, Martí Batres, afirmó que participaron apenas “entre 10 mil y 12 mil”. La cifra es tan ridícula que la propia jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, tuvo que asumir que era un “error”.

Otra acción que muestra que la marcha incomodó al gobierno es que ahora prepara una mayor en apoyo al presidente. Esta acción sigue una lógica similar a la que utilizó Gustavo Díaz Ordaz cuando el 28 de agosto de 1968 organizó el multitudinario mitin de “desagravio” en el Zócalo de la Ciudad de México. Frente a la protesta disidente convocó a una más grande para demostrar que el pueblo lo apoyaba.

Las marchas no resuelven por sí mismas nada ni tienen implicaciones mayores cuando quedan como acciones aisladas. Hay lecturas exageradas que afirman que la marcha del domingo es un golpe importante al actual gobierno. De lo que no queda duda es que le quitó tranquilidad.

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jl/I