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Cartografía

Los recuerdos caben en una caja.

En esa caja puede haber cartas, de esas escritas a mano que todavía hace un par de décadas se mandaban o se hacían llegar de alguna forma; puede haber fotografías, de esas que corríamos a imprimir cuando el rollo de la cámara por fin se acababa y tenías dinero suficiente para pagar su impresión; puede haber tarjetas de cumpleaños, peluches viejos, un souvenir de algún viaje propio o ajeno, invitaciones, dibujos, casetes o discos compactos rayados de música grabada y elegida especialmente para quien los recibía.

Yo tengo dos. Una de ellas está en mi casa. Es una caja de mimbre que compré en el barrio de Santa Tere hace cinco años. En ella, con pintura acrílica, pinté la cara de un gato negro y, arriba de éste, con morado, dibujé el nombre Nikté.

Ahí tengo guardados los escasos recuerdos que pude hacer o tener de mi hija. Ecografías impresas, los discos en el que se escucha su corazón latiendo apresurado, una libreta en la que escribía para ella, para que la leyera cuando creciera y se diera cuenta de con cuánto amor la esperábamos; un par de obsequios que recibió, la ropa con la que quería que llegara a casa…

Han pasado casi seis años de su muerte y aún de vez en vez abro esa caja para ver lo que hay en ella, como si el tiempo pudiera cambiarlo o pudiera robarme esa hoja de papel en la que me decían que era una niña o pudiera deshacer el libro que le regalaron para que se lo leyera.

La otra está en la casa materna. Es una caja de plástico blanco transparente de las que se usan para archivar documentos en las oficinas. Es grande y pesada. Ni siquiera sé cuántos años tengo con ella, pero por lo que hay en su interior, calculo cerca de 20 años. No tiene adornos y sin abrirla se adivina su contenido.

El otro día subí a verla, en la búsqueda de un objeto particular. Está en el clóset de la que alguna vez fue mi recámara, donde aún tengo libros, carpetas y cuadernos, apuntes universitarios, algo de ropa, algunos juguetes infantiles y adolescentes, y los primeros muebles que compré en mi vida adulta.

Pero volviendo al objeto de interés, abrir la caja fue destapar muchos sentimientos: nostalgia, añoranza, felicidad, tristeza, enojo, esperanza, libertad, impotencia, soledad, entusiasmo…

Encontré las invitaciones a las bodas de algunos amigos que siguen casados con sus entonces novios, me topé con un par de fotos de Joel, el chico con quien salía en mis primeros momentos de la universidad; leí cartitas cursis y dramáticas de mis amigas de la adolescencia, hallé recaditos bellísimos de mi mamá y mi tía en los que me hacían sentir querida y valorada, y vi de nuevo objetos que llegaron a mí con tanto cariño que me fue imposible deshacerme de ellos y acabaron en esa cápsula del tiempo.

Justo ambas cajas, la de plástico y la de mimbre, tienen pedazos de mí. Soy de alguna forma la de hace dos décadas o más, como soy la de hace seis años y la de ahora, que escribe estas letras. Y, si se necesitara, con su contenido podría volver a descubrirme si alguna vez me olvidara a mí misma.

Son esos objetos, junto con los pocos libros que he decidido conservar porque precisamente me parecen significativos, mi escasa videoteca con películas que realmente me han enamorado y mis discos compactos favoritos que atesoro porque comprarlos fue una labor ardua, dedicada y nada barata de mis veintes, con los que podría armar un rompecabezas de mis 41 años de vida, de la persona en la que me convertí, la que fui y ya nunca más seré, y la que fue y cuyas migajas aún llevo dentro.

Esas cajas son como un mapa que detalla el territorio explorado, pero a la vez, si algún día me pierdo, confiaría en ellas como en Polaris confían los navegantes, con la certeza de siempre marcar el punto esencial.

El norte.

Twitter: @perlavelasco

jl/I