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España, la revolución y Carlos Fuentes

En 1975 el entonces inamovible aniversario de nuestra Revolución de 1910 no podía caer en mejor día de la semana: jueves. Obviamente, miles de jóvenes deportistas mexicanos desfilarían en cada una de las capitales de las entidades federativas, lo mismo que en las cabeceras municipales de importancia y, claro, también en la capital de la República, donde sería imponente. Pero otros miles aprovecharían el gran puente para desfilar, muchos desde la tarde del 19, a cualquiera de nuestras magníficas playas de ambos mares que, en ese tiempo, gozan de su mejor clima.

Hubo claro, también un grueso número de habitantes que no teníamos dinero para salir de vacaciones ni ganas de convertirnos en magullados espectadores de las gracias de que harían gala los jóvenes en su desfile.

Muchos nos refugiamos en la entonces paupérrima televisión y nuestra desgracia se vio compensada con el privilegio de ser de los primeros en el mundo en oír la noticia que llenó de júbilo a una buena parte de él: la muerte de Francisco Franco. Fue el último dictador, muy longevo por cierto, de los que legó a la humanidad ese fascismo que cerca estuvo de dominarlo todo en la Europa de los años 40. Había sido definido por sus partidarios españoles, que no eran pocos, dada la naturaleza de ese país, como “caudillo por la gracia de Dios”.

Poquito antes de las ocho de la noche, lo recuerdo bien, se interrumpió la programación para que el afamado Jacobo alegrara nuestros corazones. Por más que quiso ser solemne, no pudo evitar que se echara de ver su gusto.

Ya sé que no es de buenos cristianos alegrarse del mal ajeno, pero se trataba de uno de los más grandes asesinos de la historia de la humanidad.

No obstante, el protocolo obligaba, según eso a la solidaridad de los diferentes gobiernos con quienes España tenía relaciones diplomáticas. Sabemos que no era el caso de México…

Pero no fue esta la causa por la cual en la embajada mexicana en París nuestro lábaro ondeara desde temprana hora a toda asta.

La razón era que nuestro embajador de entonces, el novelista Carlos Fuentes, solía levantarse más tarde que lo normal y, por lo mismo no enterarse muy temprano de las cosas, hábito que me congratulo en compartir y, hacerlo, temprano en la mañana, como era de rigor, había izado bandera hasta lo más alto.

Ignorantes los diplomáticos acreditados en París de que nosotros celebrábamos solemnemente ese día “la primera revolución social del continente”, al mediar la mañana, una comisión de ellos, nombrada ex profeso, se hizo presente en la embajada de México para decirle a Fuentes que no era correcto festinar la muerte de un jefe de Estado…

Fue entonces cuando el gran escritor mexicano supo la noticia, pero se negó a arriar la bandera hasta la mitad, como pedían sus colegas, hasta que en México concluyera el horario laboral. En consecuencia permaneció ahí hasta las 12 del día (las siete de México) pero, además, no la dejó entonces a medias en señal de un duelo que no compartíamos, sino que la retiró por completo.

Quedó claro que México no manifestaba tristeza alguna por la muerte del dictador cuyo gobierno siempre se negó a reconocer.

No hay que olvidar que incluso apenas dos meses antes, el presidente de México había pedido la expulsión de España de la ONU, pues en ella se seguía ejecutando a disidentes a diestra y siniestra, de acuerdo con la estofa de su añejo gobierno que, por cierto, su admisión en dicho organismo había sido tardía, debido precisamente a la resistencia de algunos países como el nuestro.

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