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¡No!, al aumento
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Su último cumpleaños con nosotros en la Tierra lo pasó postrada en cama. Ella quería que le lleváramos una piñata de cántaro de barro para romperla y una bolsa de chicharrones bien doraditos, en un delirio infantil que te regresa a mejores tiempos justo cuando ya la edad, las circunstancias o la vida te han emboscado y contribuyen a la ensoñación más cercana al mundo de los muertos que de los vivos.
En compensación y a falta de posibilidad de que pudiera pegarle a la piñata o siquiera masticar los chicharrones, le llevamos pastel e hicimos cafecito de la olla con canela.
En su cumpleaños 93, en noviembre de hace cinco años, nos acomodamos alrededor de esa cama de hospital que rentaron para que su estancia fuera lo más cómoda posible. Le cantamos Las mañanitas y, estoy casi segura, nos tomamos la última foto en familia con ella.
Murió dos meses después, como nos decía querer: en su casa. Nada de hospitales ni de internamientos. En su cama. Con esos mismos 93 años encima, una vida llena de matices, un cariño profundo por las plantas y la cocina, tres hijos y muchas historias.
Este 21 de noviembre habría cumplido 98 años. Nació en ese México de 1924, en plena Guerra Cristera, en plena zona cristera. Me contaron que, ella muy chiquita, tuvo que interceder por su papá (mi bisabuelo Cuco) para que lo soltaran, porque al bisabuelo lo que le gustaba era andar de revoltoso. Hasta la fecha no tengo claro si era procristero o profederales… o prodesmadre, así, en general.
Tenía muchas habilidades que, si yo hubiera sido más lista, habría intentado aprenderle. Sus parientas elogiaban la habilidad que tenía para cortar la tela que después se convertiría en ropa. Hacía sus faldas, arreglaba aquello que no le convencía cómo quedaba. Juzgaba la calidad de las telas, del cosido, del color…
Ella hizo mi vestido de primera comunión, que quedó inmortalizado no sólo en las típicas fotografías pegadas en los álbumes familiares, sino que trascendió al modificarlo para que, al menos tres de mis primas, usaran ese mismo vestido, que aguantó el rigor de los cambios porque era “tela de la buena, de buena calidad”, como siempre decía cuando encontraba algo que, por fin, lograba su agrado.
Incluso ya grande me hizo varios pantalones de pijama para cuando comenzaba el frío o sábanas de franela que me dieran calorcito cuando viví en tierras menos cálidas que las tapatías. En al menos un par de casos el tiempo ha hecho lo suyo y, pese al desgaste, guardo esos pedazos de tela como una muestra del amor que muchas veces cuestioné que me tuviera.
Mucho he escrito y platicado de la gran sazón que tenía y de su mano bendita para las plantas, pero poco he dicho de lo extraordinaria que era para contar historias de miedo.
Mi prima Citlalli y yo pasamos grandes momentos escuchando esos relatos que, aseguraba siempre mi agüe, no eran inventos, sino anécdotas. Todo era real, nos sentenciada. Cuando íbamos a su natal Nochistlán, en el sur zacatecano, sin nada que hacer y aburridas hasta el hastío, Citlalli y yo le pedíamos que nos repitiera a detalle lo que le había pasado: las piedras que rodaban por el techo, sin descanso, toda la noche, a pesar de no haber nada de viento; el burro violento que las persiguió y hasta dejó las pezuñas marcadas en los marcos de las puertas de entrada (estaba poseído, decía); los trastes que amanecían días seguidos formados en el piso, sin que nadie los hubiera movido; los duendes que les escondían cosas de valor y a quienes debían pedirles encarecidamente que devolvieran lo que se llevaban; las voces que se escuchan cerca de los ríos, pidiendo ayuda a los incautos…
No murió joven, como siempre nos decía que pasaría, y ni mi mamá ni mis tíos la mataron de un coraje, como siempre les soltaba.
El 21 de noviembre habría cumplido 98 años. Y solo pienso en lo mucho que me gustaría que me contara sus historias.
Las de miedo.
Twitter: @perlavelasco
jl/I