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¡No!, al aumento
Me dijeron no negociar con Salinas Pliego
De un tiempo para acá, las discusiones públicas se han vuelto cada vez más difíciles, porque no se guían por la lógica, sino por el afán de callar al otro, independientemente de la verdad objetiva de lo que afirma. Corrijo, de un tiempo para acá se ha ido haciendo más evidente que en las discusiones públicas no se quiere llegar a la verdad, solo se quiere justificar la propia postura o desviar la conversación hacia otra parte.
Sé que esta ha sido la situación desde hace varias décadas, lo tengo muy claro, pero mi formación filosófica me llevó a comprometerme con la verdad, y por lo tanto no puedo evitar sentirme frustrado ante la forma tan desatinada en que se “debaten” los asuntos públicos. Me parece que es un juego en el que tanto quienes gobiernan como sus opositores son cómplices.
Quienes viven de la política nos (se) tratan de entretener con sus disputas, intentando determinar quién tiene la culpa de la situación, mientras que el afán del día a día de quienes no participamos en el juego, nos hace desconectarnos de lo que pasa a nuestro alrededor, porque ya no podemos con más.
Y así, la inseguridad, la inequidad, la desigualdad, entre otras problemáticas, siguen creciendo, y solo de vez en cuando algunas personas se dan cuenta, toman distancia y se preguntan “¿cómo llegamos a esto?” o “¿cuándo se convirtió México en un lugar tan peligroso?”.
Lo peor del caso es que la superioridad moral que presumen quienes nos gobiernan, y quienes les hacen el juego desde la oposición, les da la oportunidad de descalificar a cualquiera que critique la situación y demande acciones correctivas. Es muy común escuchar respuestas del tipo “¿Y dónde estabas tú cuando…?”, “¿Por qué ahora sí criticas, pero antes…?”, “Se les dijo, se les advirtió, ¿de qué te quejas?”.
En esencia, la estrategia de la superioridad moral consiste en cuestionar la congruencia de quien ejerce la crítica, y suele funcionar, porque nadie puede presumir de una congruencia total, así que el sentimiento de culpa aplaca la crítica. Pero esto es una trampa, primero, porque la congruencia plena y absoluta es humanamente imposible; segundo, porque se deja de lado el hecho de que las personas cambiamos con el tiempo, debido a que nos damos cuenta de cosas que antes no percibíamos, o porque cambian nuestras prioridades; y tercero, porque independientemente de nuestra congruencia, tenemos derecho a que se garanticen nuestra libertad, integridad y seguridad.
Y con todo esto no quiero decir que no debamos exigir congruencia, claro que no. Asumiendo que ni las personas, ni las organizaciones, ni las instituciones que construimos, pueden ser totalmente congruentes, podemos demandar que se haga lo posible por ser menos incongruente cada vez, por lo menos en lo relativo al respeto a los derechos humanos, que son los valores mínimos que compartimos como sociedad.
Y es que el discurso de la congruencia puede servir para favorecer a quien injustamente se aprovecha de las circunstancias, si sus valores son, por ejemplo, el abuso de la fuerza y del poder, el machismo o la humillación de quienes se encuentran en situación de vulnerabilidad. Es claro que actualmente a alguien así le es mucho más sencillo vivir congruentemente.
Finalmente, la cuestión es que la exigencia de congruencia le sirve a quien tiene que rendir cuentas de los resultados de su ejercicio del poder y de los recursos públicos a su disposición, para evadir su responsabilidad, descalificando a su interlocutor. De ese modo, quien demandó el voto a su favor para cambiar las cosas, termina siendo incongruente a su vez, pero logra disfrazarlo.
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