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Después de leer Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, lo primero que me pregunté fue qué libro sería si llegáramos al punto de tener unos bomberos dedicados a quemar los libros.
Esta obra maestra de la literatura distópica, como suele pasar, a veces pareciera estar tan vigente, sin importar los años que han transcurrido desde su escritura, o nos muestra una posibilidad a la que podríamos sucumbir como sociedad en nuestros siguientes pasos.
Escrita hace 70 años, desarrolla la historia de una sociedad en la que los libros están prohibidos y los bomberos están encargados de quemarlos. El protagonista, Montag, es un bombero que comienza a cuestionar el orden social en el que vive después de conocer a Clarisse, y con el tiempo se une a un grupo rebelde que busca preservar la cultura y la sabiduría de la humanidad a través de los libros.
Ante la inminente desaparición de las obras literarias surgen personas que deciden convertirse ellas mismas en libros. Memorizan lo escrito y lo guardan dentro de sí para entonces, en una muy preciosa metáfora, compartir los libros, pero a la vez compartirse a sí mismas con quienes quieran escucharlas. No hay libros físicos, hay libros en la cabeza de cada persona-libro.
Bradbury reflejó momentos en la historia en los que las obras literarias (sean o no de ficción) han sido censuradas e incluso prohibidas por motivos políticos, religiosos, culturales o sociales. La Alemania nazi, la Unión Soviética, las dictaduras latinoamericanas, la Inquisición.
Y es que he tenido a Fahrenheit 451 en la mente estas últimas semanas por un par de casos particulares relacionados con la reedición de obras que ya tienen sus décadas en las librerías con la intención de cambiar situaciones o palabras que ahora se consideran ofensivas, grotescas, groseras, inadmisibles, por aquellas que ahora se consideran adecuadas, respetuosas, correctas, apropiadas.
Ya desde 2021 Ian Fleming Publications anunció que reeditaría las novelas de la saga de James Bond debido a ciertos estereotipos. La editorial dijo que trabajaría con expertos para actualizar el lenguaje de estas novelas escritas entre los 50 y 60 del siglo pasado, y eliminar cualquier material que se considere ofensivo para las audiencias actuales, de forma particular aquel relacionado con el racismo y la misoginia.
Por alguna razón, este tema volvió a retomarse a inicios de esta semana, a raíz del otro caso, el del anuncio de la editorial Puffin UK sobre que reeditaría los libros infantiles de Roald Dahl, en especial Charlie y la fábrica de chocolate (1964), para quitar términos y descripciones que ahora son peyorativos y denigrantes. Hace un par de días la editorial desistió y desechó la idea de hacer una edición que sería adecuada para estos tiempos.
No es mi intención hacer un juicio sobre si estas reediciones son correctas o no y querer que todos piensen igual a mí (sería una terrible contradicción), sino compartir mis piensos en torno a ello.
Creo que las obras deberían mantenerse como están, pero tal vez ofreciendo un nuevo prólogo o una nueva introducción en la que se explique el contexto en el que fue escrita, más con el interés de entender también que los tiempos cambian y que no tendríamos por qué, en muchos casos, volver a hacer (y a ser) lo que antes ya hicimos (y fuimos).
Porque pienso que en la misma solución que pretende encontrarse puede hallarse también el peligro de que, en un futuro lejano, se perpetúe la idea de que esos prejuicios no existieron, nadie los escribió, los dijo o los utilizó porque precisamente ya no estarían en los libros (o en el cine o en el teatro o en la música), mutilando una parte (ahora sabemos que incorrecta) de lo que hemos sido como humanidad.
Como lectora, deseo obras que me confronten y me cuestionen, pero también que me hagan cuestionarlas y confrontarlas, porque al final quiero ser yo quien lo haga y no que alguien más decida por mí.
Y entonces juzgarlas, pero sin que implique que otros no puedan leerlas.
Sin fuego.
Twttier: @perlavelasco
jl/I