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Alfaro, construcción de un maximato (IX)

Enrique Alfaro tiene grandes similitudes con Andrés Manuel López Obrador, pero también grandes diferencias: conecta menos con “el pueblo” por no saber disfrazar su carácter autoritario y porque no posee ese misterioso carisma propio del demagogo, aunque también arranca alaridos de aprobación entre “su público” cuando estalla furioso en defensa de los intereses que representa y cobija, vendidos como los rasgos de aquel gobernante “que habla de frente” y al que “no le tiembla la mano” para tomar decisiones. La inflexibilidad como virtud. El mesianismo y la llegada a la tierra prometida como relato.

No obstante sus debilidades, en un estado como Jalisco explotar las diferencias con el caudillismo de Palacio Nacional le ha garantizado a Alfaro renta permanente. Por un lado, los votantes son históricamente recelosos de los caudillos porque el catolicismo cultural que los nutre ha moldeado en estos territorios un individualismo y una cultura del esfuerzo personal que hace desconfiar de los sueños fáciles de armonía e igualdad que tanto éxito le dan a AMLO en otras regiones. La llamada izquierda partidista en México solo obtiene en Jalisco voto de castigo en ciertas coyunturas (2018 y 1988, por ejemplo), pero por lo general el votante de Jalisco la relega.

Hay un interesante trabajo que deben hacer muchas instancias denominadas “liberales” para convencer de que sus premisas no atentan contra los derechos de propiedad, del trabajo y de la vida privada de los votantes, algo que es caro al perfil del jalisciense promedio (aunque en su mayoría también sea de escasos recursos y apenas posea bienes).

Quizás la fuerza de ese catolicismo cultural, no obstante la pérdida cuantiosa de católicos practicantes y la indudable secularización, es lo que hace apelar al gobernante a las instancias espirituales de la religión. Pero también, la alta sensibilidad del propio Alfaro ante las expresiones de la jerarquía eclesiástica, particularmente la católica.

En su batalla de cifras para tratar de disfrazar el temible peso del crimen en la destrucción de vidas, familias y comunidades con delitos como desaparición forzada y homicidios, el gobernador no vacila en acusar a los denunciantes de inflar cifras y tampoco se guarda campañas de propaganda para acreditar ese Jalisco en paz que anhela vender al resto del país. Para su desgracia, la imagen del estado es otra: un vasto cementerio de cuerpos anónimos y miles de vidas desaparecidas o segadas por la fuerza impune de una delincuencia que domina la vida completa.

Cuando en junio de 2022 el cardenal de Guadalajara, Francisco Robles Ortega, denunció haber sido detenido en un retén de la delincuencia organizada en las inmediaciones de Totatiche, en el norte de Jalisco, así como la intromisión de las “plazas” hasta en las fiestas patronales y con el cobro de derechos a los párrocos, Alfaro reaccionó con una energía cercana a la virulencia: desmintió abiertamente la historia, negó el control ominoso del narco y reprochó que el arzobispo hiciera mediático el problema.

La Iglesia católica es otra institución digna de análisis: su peso en el imaginario político es enorme, pero hay una especie de reticencia histórica, de autocontención, que limita sus efectos. Para muchos mexicanos y jaliscienses suele ser la última puerta a la esperanza de enfrentar un problema tan grave como el de las desapariciones. La alta sensibilidad del gobernador lo demuestra. Y con la pena: las acusaciones de Robles Ortega son reales, el Cártel Jalisco Nueva Generación sí es el poder real en buena parte del territorio que gobierna Alfaro.

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jl/I