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Alfaro, construcción de un maximato (X)

Como la construcción de un proyecto político en el que predomine la voluntad de una persona lleva a un edificio más o menos monolítico, el veneno es que al interior surjan disidencias. Mientras más inflexible el personaje central, más peligrosa la diferencia. El otro riesgo es que su marco formal y legal, en este caso, el partido Movimiento Ciudadano, presente también resquebrajaduras. El maximato alfarista en ciernes enfrenta las dos cosas.

Pero mientras Enrique Alfaro había logrado someter exitosamente a quienes, como Pablo Lemus (un personaje que también merece una crítica profunda) se habían manifestado diferentes; el caso de MC ya se le fue de control. Su declaración de hace tres días contra las estrategias del partido de frente a la sucesión presidencial abre un frente con el mandamás del partido, Dante Delgado, y hace posible al alcalde de Guadalajara, si sabe jugar bien sus cartas, quebrantar esa hegemonía que nadie había logrado siquiera acotar.

Hemos dicho que el proceso de consolidación de Alfaro como el hombre fuerte de Jalisco pasó por la destrucción de los partidos tradicionales y por el rechazo casi orgánico del jalisciense promedio a la izquierda neopriista que representa Morena. Eso propició que Alfaro no sufriera ese sano descalabro de todos sus predecesores a medio mandato: la pérdida del Congreso local los obligó a todos, de Cárdenas a Sandoval, a la tolerancia, el diálogo y la búsqueda de consensos.

A Enrique Alfaro no: tiene una aplanadora legislativa y su imagen pública cree tenerla bajo control con los ingentes recursos públicos que ejercen “sus empresas” de propaganda (Euzen, La Covacha e Indatcom), completada con la política de la zanahoria para algunos dóciles medios tradicionales de prensa, y la feroz descalificación que cotidianamente hace de los periodistas y medios que ejercen la crítica profesional.

Los límites hasta hoy invencibles a su sueño de poder transexenal siguen siendo los de otros gobernadores: la Iglesia católica, un actor sobre las márgenes de la política que puede movilizar enormes energías de la sociedad civil y que actúa con prudencia mientras no se le presione en exceso; la Universidad de Guadalajara (el sueño guajiro de cada gobernador de convertir su presupuesto, infraestructura y material humano en adherentes a la causa en turno), y un actor que nunca tuvo un peso tan contundente, al menos hasta el final del gobierno de Emilio González Márquez: el crimen organizado. Esa triada es la realista limitación del poder de un Ejecutivo que a veces se empeña en negar la realidad.

En el tercer caso, una real pero grotesca frontera a los sueños de poder, porque el control territorial y de las estructuras políticas y económicas de la mayoría de las regiones por el personal de esa empresa llamada Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) hace volar por los aires cualquier pretensión de hegemonía, a no ser que haya disposición a enfrentarlos (el deber de todo Estado constitucional y legítimo) o a negociar al menos una parcial coexistencia, pues el nivel de la violencia, los homicidios, las desapariciones forzadas y los cobros de rentas económicas ya han deslegitimado fuertemente a los actores públicos.

Lo segundo es una trampa en que han caído sucesivos gobiernos. Lo cierto es que un gobierno estatal está limitado para seguir su propio camino. Pero la corrosión de la imagen del gobernador se evidencia en la desesperada guerra de cifras para insistir que Jalisco no está sometido. El crimen y sus efectos se yerguen así como el más formidable contradiscurso a los delirios de poder de un político antidemocrático cuyos sueños de grandeza parecen haber tocado su propio techo… que no es de cristal.

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jl/I