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¡No!, al aumento
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La sequía que peores daños causó en todas partes fue la de 1784, tanto que dio lugar a una tremenda crisis durante 1785, por lo mismo fue llamado éste “el año del hambre”. En la propia Guadalajara la situación llegó a ser tan extremosa que el obispo se decidió por establecer cocinas públicas e hizo un donativo de 100 mil pesos al ayuntamiento para que se comprase maíz y se vendiese a bajo precio. Además remitió fondos a diferentes curatos a fin de ser aplicados inmediatamente a las siembras, con la esperanza de remediar un poco la vicisitud.
A pesar de ello, la mala y precaria alimentación apareció una epidemia de peste que ocasionó gran mortandad.
Desde principios del siglo 18, la asistencia hospitalaria estaba quizás en su peor nivel. El aumento demográfico y estancamiento del subsidio, por una parte, y su corrupta organización, por la otra, habían hecho del Hospital de San Miguel algo casi inútil. A su vez, el ayuntamiento se había declarado de plano incompetente para asistirlo desde que, en 1701, solicitó de la audiencia su intercesión ante el rey a fin de lograr su anuencia para que los religiosos de Nuestra Señora de Belén se encargaran del nosocomio.
Cinco años hubieron de pasar antes de que asumieran el manejo del sanatorio con carácter definitivo; de su parte estuvieron los informes de la audiencia sobre el progreso manifiesto del hospital que ahora, en mejores condiciones, prestaba atención a cerca de 50 enfermos.
Los religiosos contaron, entre otros, con el apoyo económico de una hacienda, La Calerilla, adquirida gracias a la herencia que recibieron de un comerciante español enriquecido en Guadalajara. Con sus productos llevarían a cabo las mejoras indispensables y el sostenimiento del hospital.
En 1771 integraban la institución tres secciones para hombres y dos para mujeres, pero la insuficiencia persistía. De las masculinas, una estaba dedicada a españoles, otra a indios y la tercera al departamento de cirugía. En cuanto a las femeninas, una alojaba la sección quirúrgica y la otra era la sala general cuya capacidad superaba a todas las demás. En resumen, el nosocomio albergaba a enfermos que, de acuerdo con los informes, no se encontraban mal atendidos.
Aun así, sus limitaciones del espacio siguieron siendo muy graves como quedó de manifiesto con la peste del “año del hambre” en 1785.
El obispo Alcalde tomó la iniciativa para dotar al hospital de mejor edificio, siempre y cuando la audiencia lo dejase manejar los fondos con entera libertad y sin la censura de las autoridades civiles. Se disponía, al efecto, de un terreno marginal cedido por el ayuntamiento.
Las obras se iniciaron en marzo de 1787, con dinero del obispo o reunido por él y el hospital empezó a funcionar en 1793, a cargo de los mismos religiosos que habían atendido el de San Miguel desde principios de siglo. Sin embargo, casi de inmediato, los betlemitas fueron acusados de fraude y desfalco, con lo cual principió un largo pleito que, en 1795, hizo que los religiosos dejaran el hospital y abandonaron la ciudad.
Pero las cosas no mejoraron. En 1813, una inspección ordenada por el intendente José de la Cruz sacó a relucir gravísimas anormalidades. Seguía la mata dando…
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