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Un México violento
Porque nos la quitaron
Dentro de la enorme y confusa experiencia de ser mujer en el mundo, sobre todo en un país como México, una de las más grandes incomodidades es un valor compartido solo por los intersticios subterráneos de nuestras identidades, uno que no está en los manuales de comportamiento, pero que se nos extiende como moneda de cambio desde que somos niñas: no desear nada de manera desmedida.
Te dicen que una señorita se debe dar a desear, es decir, que no debe mostrar entusiasmo, mucho menos voluntad. Debe ocupar el aburrido papel de la que espera a que sus deseos la descubran por arte de magia, o por arte de hacerse a una misma más deseable a través de secretos milenarios que comparten las abuelas como el perfume en lugares estratégicos, el escote en ciertas líneas rectas. No hablar mucho, no tomar alcohol, comer con la boca cerrada para que el deseo la encuentre y se la lleve como es debido: de blanco.
A pesar de que hemos evolucionado y el feminismo ha conquistado varios de esos mandatos, hoy todavía en nuestra cultura mostrar deseo, sobre todo el deseo enloquecido, desmesurado, es visto como una debilidad. Una debe esperarlo, vestirse para ello, trabajar en amarse una misma, hasta que llegue porque las que lo buscan son menores. Se han despojado de su dignidad. No son dignas de que les llegue.
A mí en lo particular me gustan más las que salen a buscarlo y se dejan todo por conseguirlo.
Lo pienso por ejemplo leyendo Duerme, cicatriz, el nuevo libro de la autora mexicana Nora de la Cruz que publicó apenas el mes pasado en Tusquets, editorial de Grupo Planeta.
En él conocemos a Lina, una mujer de casi 40 años que ama el rock y se ha pasado la vida del lado de las que buscan. No se deja doblegar por los mandatos de su tiempo nunca, desde que era una niña. Es intrépida, molesta, incómoda, silenciosa en su feminidad. Siempre habitando su propio mundo. Y siempre, también, pagando las consecuencias. ¿No las pagamos siempre a cambio de un poco de libertad?
Es estridente en su forma de desear: desea la música, una carrera, el sueño de una carrera, vivir sola, ser independiente y luego desea a un imbécil, como nos ha pasado a muchas, así, de manera enloquecida. No puede dejarlo.
Como lector a uno le cuentan todo esto cuando Lina se enfrenta a un desastre médico en una clínica de salud pública, debido a un embarazo ectópico. El dolor, la desinformación y la constante duda sobre su futuro, sobre lo que los demás han pensado al enterarse de que, después de todo sí habría querido ser mamá, la llevan en un viaje que por primera vez la revela en toda su complicada gloria.
Cuando la vida está en riesgo y toca un corte de caja, pocas veces es melancólico y feliz. Cuando uno se ha salido de la norma sistemáticamente, ese recuento es trágico. Injusto. Voraz.
Pero el de Lina es un viaje que reivindica su deseo por encima de todo, incluso de las personas que se lo vigilan con recelo. Y esa, para mí, es la razón de ser de la literatura.
Las historias que hablan de las inadaptadas como Lina, que no encuentran la redención tradicional al final del cuento después de pasarse una vida peleando por ellas mismas, no hay un final feliz en la forma de un matrimonio, el hombre bueno, la pieza faltante que la mira como realmente es. Quizá porque la vida no es así, en la vida a las mujeres rebeldes se las orilla a la soledad, al anonimato. A lo que la norma califica como fracaso.
Por eso lo más hermoso del libro es que Nora de la Cruz redime con Lina a este tipo de mujeres que –quiero creer– somos tantas. Las hace mirar con verdad al amor: ese que se comparte con otras que no nos entienden, que no están de acuerdo con las formas en las que llevamos la vida, pero no nos abandonan, no nos lastiman, no nos usan, no nos hacen trizas.
Y en esa esperanza me gusta habitar como lectora.
X: @alecarrillogl
jl/I