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Encontrar una canica en la calle debería ser considerado un equívoco signo de buena suerte. Son objetos hermosos, al fin y al cabo, acaso demasiado sencillos, nada más que unas cuantas esferas de vidrio, apenas desechos del taller que hace años, allá en la infancia, eran capaces de crear todo un sistema de vida alrededor de una cangurera llena de cartuchos útiles a cualquier pulgar en el reiterativo juego de hacerse de más y más canicas. Y de una mejor puntería, claro:
─¡Corres!─, exclamaba el contrincante mientras el pulgar rompía el puño y la canica salía volando hacia las diminutas dunas del patio de la primaria.
─¡Corres!─, respondía uno de memoria, sabedor de que sin ese grito, el amuleto de protección y el nombre del juego, se podía perder la esfera que se batía en el suelo en espera de ganar alguna más. Y ambos combatientes ─cangurera en la cintura, decenas de negras, blancas, agüitas, perladas, ojos de gato y algunos ponches como parque─ iban persiguiéndose en busca de colisionar una canica contra la otra y llevarse así el rápido trofeo.
Otras veces era el círculo en la tierra, la choya o el bombardero se llamaba, y había que colocar las canicas dentro y tratar de sacar la mayor cantidad posible sin salir del círculo.
Uno se hincaba frente a la reunión de esferas y acariciaba la suya antes de probar con los nudillos y amartillar los dedos con el cartucho listo y brillante; ¿cuántos no usamos el meñique como monopié emergente ante la necesidad de un tiro infalible?
Al final del día se volvía satisfecho con un balance de cartuchos en la cangurera, algunos menos y otros nuevos, los recién ganados, todos siempre preparados para la siguiente batalla rodilla a tierra, ojo cerrado y pulgar-percutor contundente.
Había días trágicos, claro. Cuando uno perdía esas canicas que eran las favoritas: aquellas que por su brillo fuera de lo común, por una transparencia bellísima o porque eran cacarizas y extraordinariamente feas nos entrañaban un placer más redondo en su posesión. Pero siempre había manera de quedar a mano en el próximo juego, o convencer a mamá, en el peor de los casos, de comprar otra redecilla de esferas en el tianguis.
Al final, las pérdidas eran algo previsible: las canicas siempre ruedan, les gusta perderse en las calles y llevar la suerte de la batalla a otra parte.
@_PausaParaFumar