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¡No!, al aumento
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Despedirse de los muertos es un derecho. Ser despedidos también es un derecho de quienes habitaban el ahora exánime cuerpo. Despedirlos es honrar la memoria del difunto o difunta y, si las creencias religiosas son bajo este marco, desearles un buen viaje de retorno a casa.
Los ritos mortuorios son tan necesarios para dar el adiós, que tienen su origen miles de años atrás en la historia de la humanidad, pues posibilitan cerrar el círculo cercano con quien partió, afrontar de manera saludable el luto y preservar con dignidad la memoria de quien pasó a otro plano.
Sin embargo, en México se rechaza, minimiza u obstaculiza el derecho de las familias a despedir a miles de quienes fallecieron con violencia; o que, tras ser desaparecidos, se presume que están muertos. Impiden el referido derecho funcionarios obligados a cumplir las leyes y quienes, desde la delincuencia, las violan con total impunidad. Ambos actúan de forma similar. Dejan a las víctimas y a su gente sumidas en el dolor, a veces por semanas, meses, años o toda la vida.
Madres y padres, esposas o esposos, hijas o hijos han muerto sin poder despedirse de un familiar desaparecido y, quizá, asesinado. Los responsables de los crímenes y las desapariciones condenan a muerte lenta a la gente que los ama. Sepultan a las víctimas en fosas clandestinas, las disuelven en ácidos, las incineran o desfiguran para que no sean reconocidas y, además, nadie pueda despedirlas. De ese tamaño es el sadismo e infamia de los asesinos. Los verdugos de armas y balas deciden si se puede o no despedir a sus víctimas.
Son más de 52 mil los cuerpos sin identificar en el país. ¿Quién los despedirá si ni siquiera se sabe quiénes son? A esos cuerpos sin vida y a sus familias se les niega el derecho a, si preservan la tradición, colocar hoy su fotografía en un altar de muertos, con las ofrendas necesarias. No hay altar para ellos. No pueden poner la fotografía del ausente porque no se sabe si continúa vivo o murió. No hay para ella o él ni bienvenida… ni despedida. Drama nacional: en México necesitamos miles de altares especiales para quienes se desconoce si están con vida o fallecieron.
Hay 104 mil desaparecidos en el país. ¿Cuál es su destino? Si fallecieron nadie podrá, metido en la dolorosa incertidumbre, darles un respetuoso funeral y adiós. Miles de familias desconocen qué sucedió con uno o más de sus integrantes y permanecen en un duelo permanente, que no cierra su ciclo, porque la esperanza de hallarlos con vida está presente. El duelo se cerraría en parte con la despedida y si los restos de la persona fallecida descansarán en paz de la manera y lugar que sus creencias lo consideraron adecuado.
Morir no sólo es un acto natural, sino también emocional, jurídico, biológico, social, económico y espiritual. Tiene muchas implicaciones en la vida de las familias a las que pertenecieron los difuntos. La pandemia que nos impactó durante más de dos años agudizó la presencia cercana de la muerte y también la imposibilidad de despedirse de quienes murieron en un hospital. La muerte como experiencia de la vida ha estado presente en los últimos años. Se trata de una compañía simbolizada en los altares de muertos, con la creencia de que en esta fecha se abrirá una puerta para que puedan regresar de manera temporal y rápida a este mundo.
Si cuando eran niños o niñas y salían de casa, la madre o el padre los o las despedían con una bendición, merecen ahora que se les dé un honroso adiós tras morir. Para los inocentes asesinados, despedirlos es un acto de justicia terrenal que las instituciones deben garantizar.
Twitter: @SergioRenedDios
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