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Acostumbrados a la violencia

Hace algunos años un robo era motivo de escándalo. Ahora, un asalto es visto como un asunto muy menor. Poco a poco nos acostumbramos a que la inseguridad forme parte de nuestra vida cotidiana. Nos acostumbramos a malvivir.

En unos cuantos años hemos pasado a decir: lo asaltaron, pero al menos no lo golpearon. Lo asaltaron y lo golpearon, pero lo bueno es que no lo mataron. O, lo mataron, pero al menos no lo torturaron. Lo torturaron, pero al menos no lo desmembraron. Lo desmembraron, pero al menos encontramos los restos.

Es muy doloroso escuchar a madres de desaparecidos decir: no importa si lo mataron, no buscamos justicia, solo que nos digan dónde están.

Las historias de violencia e inseguridad se repiten en las conversaciones casuales y en las sobremesas, de una manera natural. Más en plan de anécdota o de advertencia que de indignación. Pareciera que nos vamos resignando a vivir así.

Don Rodolfo recorre alrededor de 10 kilómetros diarios para vender dulces casa por casa. Tenía un carro de principios de los años 60. En la madrugada, hace unas semanas, llevaba a un familiar gravemente enfermo a un hospital. En el camino el viejo auto falló. En un taxi continuaron el camino. Cuando al día siguiente volvió por su coche, se lo habían robado.

“Puse la denuncia, pero ya sé que no van a hacer nada por buscarlo. Mi única esperanza es que la gente del barrio que ya conoce el carrito lo vea por ahí y me avise”, dice con la misma normalidad con que menciona el precio de las palanquetas.

Poco antes de fin de año visité a una amiga que se hospedaba en una casa del Centro de Guadalajara. “No te estaciones en esta cuadra porque aquí roban diario”, me dijo con una naturalidad asombrosa y me recomendó un estacionamiento. Al salir por la noche, me dijo, también con toda tranquilidad, “ahorita te acompañan para que no vayas solo”.

Pancho iba en de vez en cuando a trabajar en Michoacán. “Ya no voy porque está muy dura la inseguridad”. Rodolfo, de oficio jardinero y originario de Fresnillo, Zacatecas, dijo: “Antes íbamos con mi mamá a pasar la Navidad allá, pero ya no se puede. Ahora nos quedamos aquí”, y siguió podando el pasto como si nada.

Leopoldo contó que cerró su negocio porque los delincuentes subieron demasiado la cuota por derecho de piso. “Ya nomás estaba trabajando para ellos”.

En una cafetería sicarios asesinaron a un jefe de la policía. Horas después, el negocio funcionaba como si nada hubiera ocurrido. Un crimen más en la zona.

Una ex funcionaria estatal compartió que había manera de pedir permiso a los narcotraficantes que controlan algunas regiones para que les permitieran el paso a trabajadores de la secretaría. Un colega me dijo que cuando sale a zonas peligrosas avisa a las autoridades locales quienes, a su vez, piden a los delincuentes que no lo vayan a confundir.

En una reunión un amigo comentó: “Al menos nosotros alcanzamos a pueblear algún tiempo. Ahora los chavos ya no saben qué es eso”. Las recomendaciones sobre por qué carreteras no hay que transitar se suceden con la naturalidad de quien recomienda a sus cuates un puesto de tacos.

Las conversaciones sobre proveedores de alarmas y sistemas de seguridad son tan comunes como las de las madres con bebés que charlan sobre marcas de biberones y pañales.

Los primeros carteles con rostros de desaparecidos causaron un gran impacto. Hoy forman parte del paisaje urbano igual que la propaganda electoral. En otras partes del mundo la desaparición de una sola persona conmociona a la comunidad que se vuelca a su búsqueda. Aquí los contamos por miles.

Los criminales han comenzado a utilizar drones para lanzar artefactos explosivos. Ojalá que dentro de algún tiempo no escuchemos: “Nos dispararon, pero al menos no bombardearon nuestras casas”.

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