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No hay que pelear

El viernes pasado iniciaron oficialmente las campañas electorales, aunque en realidad habían empezado desde hace más de un año. En los próximos meses la intensidad de las disputas políticas se exacerbará aún más. De eso se tratan las contiendas.

Sin embargo, en un momento de polarización como la que vivimos en México, lo que tendría que ser una intensa discusión pública, incluso apasionada, se está convirtiendo en motivo de rupturas familiares y de pérdidas de amistades.

Conozco casos de personas que comenzaron su amistad en la primaria, que la disfrutaron a lo largo de la vida y que ahora que rondan los 80 años la han roto debido a las diferencias políticas. En algunas familias las discusiones por el tema electoral terminan en pleito.

Las redes sociales han favorecido la explosión de los discursos de odio. Ya no se trata de expresar opiniones o críticas a tal o cual acción de gobierno, a la propuesta de alguna candidata o al dicho de un político. Ahora se trata de dañar personalmente a quien piensa de manera diferente.

Las descalificaciones y los insultos se profieren sin ninguna consideración y no se centran en los hechos o en los aspectos políticos, sino que se disparan hacia las personas, incluyendo su apariencia física. Se buscan herir, aplastar, vencer.

Políticos y seguidores de los distintos bandos mienten sin pudor, se burlan sin recato, se acusan mutuamente de lo mismo.

Diversos actores políticos, así como ciudadanos que les siguen y que resultan “más papistas que el papa”, impulsan este modo de proceder y con su ejemplo arrastran a más y más gente. En los próximos meses el odio crecerá alentado además por los estrategas electorales que saben bien que no hay mejor manera de ganar adeptos que exaltar las emociones.

Las ancestrales fórmulas de la propaganda política, sistematizadas por los nazis, se siguen utilizando con éxito por asesores de distintas corrientes: repetir mentiras, decir lo que la gente quiere oír, simplificar y eliminar cualquier matiz, crear miedo (si gana el otro te va a pasar tal cosa), convertir al adversario en enemigo, asumir la superioridad moral, hacerse las víctimas y fortalecer la identidad (nosotros los buenos contra los otros, los malos).

Los resultados no son mecánicos, pero la fórmula suele funcionar. Basta revisar buena parte de los procesos electorales recientes en diferentes países para constatarlo.

En la sociedad del espectáculo los debates no son sino un show más. Una discusión seria sobre presupuestos, iniciativas de ley o políticas públicas sería aburridísimo para el público y carecería de rating. Lo más importante para los estrategas es generar emociones a partir de la imagen, las ocurrencias y los ataques. Como si fuera función de box, al final sólo hay una pregunta: ¿quién ganó?

Por todo ello hay que tomar distancia del proceso electoral, lo que no significa, de ningún modo, ignorarlo. Se trata de un acontecimiento relevante, pues de él dependerán aspectos muy importantes de nuestra vida futura. Hay que seguirlo y hacer un análisis sosegado para definir nuestro voto. Escuchemos distintas voces, discutamos y expresemos con claridad nuestras convicciones.

Lo que no vale la pena es pelearse con la familia ni perder amistades. Hay que recordar que en la política no hay convicciones, sino intereses. En función de ellos se tejen y destejen alianzas. Los que hoy nos arrastran en sus pleitos, mañana pueden ser aliados. Lo vemos una y otra vez. Basta ver la conformación de las alianzas y las candidaturas, quienes ayer eran adversarios son hoy grandes amigos. La lista de chapulines es enorme.

Busquemos que prive el respeto y que los vaivenes políticos no rompan lazos de cariño.

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jl/I