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Rumbo a Villanueva
Casi cuatro millones de personas visitaron el año pasado la Estatua de la Libertad, uno de los monumentos más icónicos de Nueva York y de Estados Unidos, pero muy pocos tuvieron el privilegio de subir hasta su corona, y menos todavía hasta la antorcha pensada para alumbrar el camino a la Gran Manzana.
Lady Liberty, que 'vigila' el sur de Manhattan y la desembocadura del río Hudson desde 1885, es la única inquilina de la Isla de la Libertad, y a sus pies llega todos los días, con una cadencia de veinte minutos, un ferry que descarga a 800 visitantes que durante dos horas se dedican a retratar a la estatua desde todos los ángulos posibles y a tomar además imágenes de los fotogénicos perfiles de Manhattan, Nueva Jersey y Brooklyn.
Su reconocible color verde no siempre fue así; de hecho, en el momento de su llegada la estatua era de un tono entre rojizo y marrón, pero el desgaste de casi un siglo y medio cubrió de 'crisocola' (óxido de cobre) una estatua expuesta a todos los vientos de la Bahía del Hudson, la nieve invernal y la asfixiante humedad veraniega.
A la Isla de la Libertad solo se puede llegar por barco, y los ferris que cubren este trayecto no tienen 'precios populares' -como todos los demás, que cuestan entre 0 y 3 dólares-: en este caso el viaje de ida y vuelta vale 31.50 dólares, aunque ofrece como premio una parada en Ellis Island, donde se ubica el Museo de la Inmigración que muchos recordarán de la película 'El padrino 2'.
Subir hasta la corona de la estatua es un privilegio al alcance de unos pocos: solo se admiten 500 personas al día, que trepan por una empinada escalera los 162 peldaños que la separan desde sus pies. Hay una lista de espera de varios meses para conseguir ser uno de los elegidos, y curiosamente este privilegio no cuesta casi dinero: basta con abonar 30 centavos de dólar suplementarios.
Sin embargo, el 'premio' de subir hasta la corona es casi decepcionante: los peldaños no llegan al exterior, sino al interior de la estructura, donde una exigua plataforma metálica permite que coincidan durante solo unos minutos un máximo de 8 personas al mismo tiempo para mirar por los estrechos ventanucos en que la corona está dividida por dentro, y que no permiten una panorámica completa.
En cuanto a la antorcha, su acceso se cerró al público hace más de un siglo y ahora solo sube hasta su extremo a través de una escalinata metálica el personal de mantenimiento del monumento. Tampoco ellos pueden salir al exterior y lograr así las ansiadas vistas aéreas sobre Manhattan.
Pero la subida a la corona tiene otros incentivos, y es observar 'las tripas' del monumento, la estructura que diseñó el ingeniero Gustave Eiffel, quien tardaría un año más en comenzar su torre más emblemática en París pero que ya entonces, cuando diseñó a Lady Liberty, había adquirido cierta fama como especialista en puentes y estructuras metálicas.
El armazón de hierro concebido por Eiffel -más tarde cambiado por acero inoxidable- sustentaba así una estatua de cobre de 93 metros, diseñada por el escultor Auguste Bartholdi, que modeló la escultura con unas láminas tan finas que desde la corona puede sentirse el viento meciendo levemente la estatua en un día de vientos moderados.
La Estatua de la Libertad, como algunos de los monumentos nacionales más emblemáticos de Estados Unidos, está gestionada por el Servicio Nacional de Parques (SNP), que tiene a su cargo 450 lugares en todo el país, desde el Gran Cañón del Colorado, los escenarios de batallas señaladas, o el Monte Rushmore donde están esculpidos en granito los rostros gigantes de cuatro de los presidentes más queridos.
"Somos una joven nación y es importante entender de dónde venimos y quiénes somos", dice con orgullo Jerry Willis, jefe de relaciones públicas del SNP, que con una docena de agentes vigilan en un día cualquiera el entorno del monumento y que se encargan también de escoltar a aquellos 'visitantes VIP' que pasan por Nueva York y no quieren dejar pasar esta ocasión única.
EH