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La herencia
Rumbo a Villanueva
En esta época la sensación de libertad que experimenta mucha gente, especialmente la más joven, es grande. En los últimos decenios han ido debilitándose significativamente las figuras de “autoridad” que imponían con relativa facilidad sus visiones del mundo y prescribían lo que se tenía que hacer.
Muchos integrantes de las jóvenes generaciones se han librado de las órdenes y los sermones que los adultos les proferían con la autoridad conferida por un sistema sociocultural en el que se tenía muy claro quién mandaba.
Poco a poco han ido desapareciendo los chaperones que acompañaban a las novias en sus salidas con el galán. Buena parte de los muchachos ya no se presentan ante el suegro para pedir la mano de la hija y cada vez son más las parejas que no se casan o que se divorcian sin mayor problema.
La forma de vestirse es motivo de expresión de la tan esperada libertad. Lo mismo que los tatuajes que antes eran prácticamente prohibidos para la gente decente.
Emborracharse y drogarse ya no es motivo de vergüenza para muchas personas, sino más bien de orgullo. Muchas presumen cómo vomitaron en la fiesta del fin de semana.
Con la crisis de las instituciones religiosas muchas personas se libraron de los sentimientos de culpa, del pecado y del ojo supervisor de Dios que lo “ve todo”.
Usualmente, la policía ya no persigue a quienes escuchan rock o participan en una manifestación. Hace algunos años era impensable que hubiera en Guadalajara una marcha de la diversidad sexual. En la mayoría de las escuelas la forma de peinarse ya no está regida por las autoridades.
Mucho hemos avanzado, afortunadamente, en términos de la libertad personal. Sin embargo, esa libertad está al mismo tiempo condicionada por otros factores que no son fácilmente reconocidos por quienes se sienten libres.
Es cierto que un muchacho puede colgarse un arete en la nariz o teñirse el cabello de verde, pero no siempre tiene la oportunidad de acceder a la universidad o a un empleo digno. Es verdad que la exigencia de llegar virgen al matrimonio suena ahora arcaica, pero las mujeres no pueden transitar de manera libre y segura por las calles de la ciudad.
Es verdad que los jóvenes pueden prescindir de los “viejitos” que escribimos en los periódicos y se pueden informar “libremente” con los influencers de su preferencia, pero ni ellos ni nosotros podemos transitar con libertad y sin riesgo por muchas zonas del país.
Por otro lado, resulta curioso que entre más libres nos sentimos más parecidos somos. Grandes masas siguen “libremente” a los mismos artistas en todo el mundo. La mayoría de las personas escuchan la misma música, compran en las mismas tiendas, consumen los mismos productos.
Las mismas competencias deportivas son vistas por millones y millones de personas alrededor del mundo. En las comunidades más diversas y alejadas del planeta hay aficionados al equipo de futbol Barcelona y el día del Super Bowl la atención se centra en la tele.
En las redes sociales los usuarios “eligen” hacer viral algunos temas, pero no otros.
En los centros comerciales las tiendas son iguales, la gente compra lo mismo. Hacen enormes filas para conseguir el último modelo del teléfono, la misma ropa, las mismas marcas. Se desvelan para alcanzar las preventas a los conciertos de los artistas de moda.
Los destinos de viaje son, para quienes pueden vacacionar, generalmente también los mismos. La visita al mismo museo para tomarse la selfi frente al mismo cuadro.
En las plataformas vemos las mismas series y en las salas de cine proyectan las mismas películas. Y la gente se disfraza de la misma manera para ir a ver la cinta de moda.
Son las paradojas de la libertad. La posibilidad de ser tan distintos en algunos aspectos y el condicionamiento para ser tan iguales en muchos otros. Nos sentimos libres en un mundo que, a fin de cuentas, nos sigue diciendo qué hacer.
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jl/i