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Se dice, tal vez con muy justa razón, que, en los albores de la arquitectura moderna en México, emanada de la benemérita escuela que se fundó al mediar la pasada centuria en la Universidad de Guadalajara, se generó en nuestra ciudad una corriente de construcciones habitacionales clasemedieras que era en verdad de presumir.
De ahí que la expansión hacia el poniente, que dejaba atrás las elegantes fincas de la colonia Americana y de la colonia Francesa, gozó de una gran armonía y equilibrio con el medio ambiente y con las necesidades de sus pobladores, que hicieron todo ese conjunto un verdadero “sombrero de saludar”.
Todavía hoy, a pesar de algunos adefesios que se han erigido entreverados con las antiguas casas, sigue siendo dicho espacio confortable y de ensalzar. Algo de ese espíritu sobrevivió en la colonia Ladrón de Guevara y, después, Providencia.
Aparte de que eran casas que, en términos generales, estaban bien hechas, la armonía del conjunto era sumamente apreciable.
Cabe decir que la arquitectura de entonces gozaba de muy buenas bases de ingeniería, pero es de lamentar que, con el tiempo, se abarató el oficio. Aparecieron escuelas en instituciones particulares que, con ánimo de tener más clientela de alumnado, alivianaron la carga científica y sus profesionales incompletos.
Podían o no tener gracia para diseñar, pero era el caso de que tenían que recurrir a ciertos técnicos para erigir sin peligro de que se les viniera la obra abajo. Podría decirse que, en dichas instituciones, se privilegió el lápiz sobre la regla de cálculo y, en consecuencia, para obtener el permiso oficial que pasó a ser indispensable, la supervisión especialmente de la resistencia de los materiales, aunque muchas veces bien disimulada, se convirtió en un requisito sine qua non.
Pero como bien se dice: “hecha la ley, hecha la trampa”. No faltan arquitectos que logran sacarle la vuelta a la supervisión y, a veces, sobrevienen desgracias de mayor o menor magnitud.
Ello es especialmente delicado porque ahora lo que se generaliza es la construcción de enormes edificios con frecuencia muy feos que, además de echar a perder el espacio urbano en aras de su voracidad, a veces ponen en riesgo la vida de trabajadores o clientes.
Asimismo, aparte de la competencia natural entre ellos, vale señalar que han forjado una especie de cofradía de elogios múltiples que, mediante buena feria, logran que se les ensalce en una publicación frívola de un medio local que contraviene su grande y añejo prestigio de antaño.
El caso es que tales edificios crecen como hongos, aunque las condiciones del sitio no sean adecuadas. Para ello es frecuente pedir permiso oficial a alturas mucho mayores, pagan una escuálida multa y una generosa gratificación, para que el mamotreto llegue a su fin. Cabe reiterar que generalmente son muy feas las moles, aunque las hay que superan con creces a las demás. Tal es el caso de la que bautizamos como “La horripilancia de Providencia” en plena avenida Montevideo.
Este cumple con todo: una parte se cayó al construirse, según se dijo porque los arquitectos se pasaron por el arco del triunfo un dictamen técnico; también arrasaron una docena de árboles cincuentenarios y, a la fecha, no han terminado de arreglar las banquetas que despedazaron. Tal parece que, como han vendido muy poco, no le quieren meter más lana, aunque ésta ya no sea mucha.
La falta de éxito da lugar a que no se perciban aun los problemas que habrá para que venga y vaya el agua… No es éste un caso excepcional, aunque sí extremo.
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jl/I