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Al norte

Las luces comienzan a parpadear en el semáforo del cruce, mientras que las plumas descienden lentamente. A lo lejos, el tren libera su potente sonido. Ese pitido que avisa que se acerca a la intersección en donde ya los autos están detenidos para esperar a que pase esta mole metálica que viene desde el sur y cuyo destino es algún punto del norte: Chihuahua, Sonora o Baja California, seguramente.

Ninguna de las veces en las que he quedado varada en ese u otros puntos de la ciudad por donde atraviesan las vías del ferrocarril he visto vagones vacíos. Y no me refiero a la carga material, porque esa va dentro de esa monumental máquina, sino a las personas que, en los techos y entre los vagones, viajan con la intención de llegar a Estados Unidos.

Esa serpiente ruidosa y pesada recorre toda la zona conurbada, como una cicatriz.

Él viaja desde Tapachula. Me cuenta que el último lugar en el que recuerda haber parado es en la estación de Adames, en Soledad de Abajo, una localidad en Aguascalientes. Tuvo que detenerse en la capital de Zacatecas porque enfermó y, al viajar solo, temía morir arriba del tren o, peor aún, cayendo de este, sin que nadie se diera cuenta.

Está en ese mismo crucero por el que el tren pasa todos los días y bajo el pesado sol de septiembre, de ese que quema fuerte, que recala con ganas a pesar de los ventarrones helados y la tierra seca que se eleva a cada ráfaga, pide algo para comer o algo de dinero. Espera estar mejor en un par de días y continuar el camino. Hay familia que lo espera en Chicago, pero tiene claro que el objetivo, primero, es atravesar la mitad del país que le hace falta, para luego llegar al punto donde le aseguraron que habrá alguien que le ayudará a cruzar la frontera. Ya estando del otro lado, dice, es lo de menos ver cómo llegar a Illinois.

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Eran un grupo numeroso, pero ahora dos de ellos ya no siguen el camino que comenzaron en Centroamérica para llegar a Estados Unidos. En Chiapas, cuenta, los agarraron los maras. O al menos eso les dijeron que eran. A los dos que faltan los mataron. A uno más lo violaron. A quien platica conmigo lo golpearon y le tiraron un diente. Me enseña el hueco que le dejaron; la veracidad a fuerza de palazos.

Me da un papel para preguntar por la casa del migrante, así, sin más datos, porque así les dijeron a ellos.

Él viene de Guatemala. Falta por lo menos un mes para llegar a Estados Unidos, dice con cierto optimismo. ¿Adónde van? Adonde podamos pasar, contesta.

Los otros del grupo ya se adelantaron. Él sigue contando que el Ejército los retuvo varios días, justo antes de llegar a Jalisco. Allí les cortaron el cabello. Allí les dieron el mapa para llegar a la casa del migrante, aquí en Guadalajara.

Han caminado desde avenida Aviación hasta Terranova. En grupo. Juntos. Como pueden. Trae una mochila grande y ya sucia. Esto pesa como el mundo, dice, y sonríe y nos dice “amigos mexicanos”, así, en general, y me vuelve a mostrar el hueco que dejó su diente, “pero que ya cerró”. Alguien que pasa le da una botella con agua. Voltea a ver al resto de su grupo, que está detenido a un par de cuadras, de esas larguísimas que hay en Providencia. Se despide y aprieta el paso para alcanzar a sus compañeros.

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Todos somos migrantes.

@perlavelasco

GR