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Maternidad

Calculo que tenía unos 25 años. Nos encontramos en el baño. Ella ya estaba vestida. Recuerdo unas botas altas, cafés, y ropa oscura. Yo, 10 años mayor que ella, tenía puesta una bata verde azulado, con un remiendo hecho con cinta hospitalaria, con sólo mis calzones, como en las películas de comedia. Sólo que esta no era una comedia. Y tampoco era una película.

En el baño, ella ya dada de alta y lista para salir, me preguntó cómo estaba. Habíamos compartido apenas un día de hospitalización en el área de embarazo de alto riesgo del Centro Médico Nacional de Occidente. Le contesté un poco del porqué me habían internado y, a su vez, le pregunté si ya estaba lista para irse.

Me dijo que era de un municipio de fuera de la ciudad y que la habían trasladado a Guadalajara. Me pareció conmovedor cuando me dijo que su suegra no la quería y que no tenía mamá ni hermanas. Había sido criada por su papá y su madrastra, quien tampoco le tenía mucho afecto.

Pasó esos días de internamiento, con un embarazo ya avanzado, sola en el hospital. E iba a regresar sola en autobús al municipio de donde había llegado. Vería a su esposo y tendría que estar atenta de que todo fuera bien con su bebé.

En la habitación del hospital había tres camas. Yo ocupaba la que estaba apenas entrando; la chica de las botas cafés había estado en la de en medio, ahora vacía, y ese mismo día por la mañana había sido internada otra mujer, la de la cama pegada a la ventana, con embarazo gemelar.

Con ella no hablé, pero supe que uno de los gemelos no tenía buena salud, y era por eso que la habían internado. Hablaba mucho por teléfono, dando indicaciones a sus, deduzco, otros hijos y a su pareja. En tal lugar les dejé sus uniformes, en el refri hay esto y esto. Acaban de llegar a revisarme, ahorita les llamo.

Su mamá era quien la acompañaba y le decía que dejara de preocuparse por las cosas de la casa, que en esos momentos eran ella y los gemelos quienes tenían prioridad y debían cuidarse.

Al día siguiente llegó otra mujer. A ella la dejaron en la cama de en medio, la que estaba desocupada. Desde el primer momento su esposo estuvo con ella. Casi no hablaba, sólo sollozaba de vez en vez y se ponía a rezar junto con su marido, quien la tomaba de la mano, se la apretaba con fuerza y cariño, y le daba palabras de consuelo.

Supe, porque en las habitaciones de hospital compartidas es inevitable saberlo, que habían perdido ya varios embarazos y que ese era el que más había avanzado, pero que estaba en peligro. Por eso terminó, al igual que la mamá de los gemelos y yo, internada.

Un sacerdote que iba todos los días se quedaba unos minutos más con ellos, orando, dándoles aliento, hablándoles de la amorosa madre de Dios, que seguro intercedía por ella y su hijo.

No supe, claro, si esos bebés llegaron a nacer con vida, pero también, con el paso de los años, pude saber que hay tantas maternidades como hay mujeres.

Tras la muerte de Nikté pude conocer a aquellas que pasaban o habían pasado por la pérdida de un hijo como ocurrió conmigo. Ese bebé querido, deseado, que no llegó a los brazos de sus padres, que no ocupó la cuna o la ropa que teníamos para que usara. Que sí llegó a nuestros brazos, pero se fue demasiado pronto –si es que “demasiado pronto” tiene algún significado–.

Conocí a esas mujeres tan confundidas como yo.

¿Somos madres, no lo somos, qué nos hace o no serlo, los demás nos ven como madres, la maternidad se acaba si el hijo muere, cómo se le llama a una madre sin hijo, cómo puedes entender aquello que no tiene nombre o que se obliga a mantener desde el silencio? Ellos estuvieron con nosotras. Aunque nuestros hijos e hijas hayan muerto, nosotras somos sus madres. Siempre.

Abrazo a esas mamás, nos abrazo. Gracias por haberme compartido sus palabras y sus historias. Por haberme abierto los ojos al dolor ajeno, en el que terminé encontrándome.

Su fuerza es grande.

Incalculable.

Twitter: @perlavelasco

jl/I