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¡No!, al aumento
Me dijeron no negociar con Salinas Pliego
Hace unos cuantos meses, a inicios del año, solté en mi cuenta de Twitter la pregunta de si acaso existía una palabra para definir a quienes cometen el crimen de desaparición de personas. Si teníamos ladrón, asesino, violador, traficante, acosador, extorsionador… ¿no nos faltaba ponerle nombre, uno más exacto, a quienes desaparecen personas? Secuestrador –el más cercano– me parecía (y parece) que se queda corto.
En realidad era una duda genuina en torno a la lengua y cómo llegan conceptos que aún no tienen la palabra que los defina en toda su magnitud y que nos ayuden también a entender lo que ocurre a nuestro alrededor. Y ponía el ejemplo del feminicidio, que antes era un homicidio y ya después se especificaba que la víctima era una mujer, pero cuando esa nueva realidad de asesinatos de mujeres ocurridos con ciertas características se asentó, debimos ponerle un nombre y terminamos llamando feminicidio al delito y feminicida a quien lo comete.
Lo recordé precisamente al pensar en las fosas clandestinas y en cómo muchos sitios en los que dejan los cuerpos de personas con el fin específico de que no sean encontrados no son catalogados por las autoridades como fosas porque una fosa implica –en su propia definición– inhumar, es decir, enterrar. Por lo tanto, nos dicen, si esos cuerpos no están enterrados y sólo están aventados en un barranco como el de Mirador Escondido, entonces no es una fosa, aunque sean 50 bolsas con cadáveres, aunque en nuestras cabezas entendamos perfecto que se trataría de una fosa, en una reconfiguración de la realidad que vivimos.
Así, en la actualidad, no es una fosa si hay restos humanos escondidos en el fondo de una laguna con el fin claro de que sea difícil encontrarlos. No es una fosa si están amontonados al ras de un lote baldío, entre la maleza, donde nadie los puede ver.
¿Entonces no podemos redefinir lo que significa esa palabra, más allá de lo lingüísticamente estricto?
El idioma es parte fundamental en la forma en la que percibimos y comprendemos el mundo, pero no solo lo usamos para comunicarnos, sino que también influye en nuestra manera de pensar y en cómo conceptualizamos la realidad. Al mismo tiempo, la realidad define el idioma, pues este cambia para reflejar las necesidades de las sociedades.
El idioma, inevitablemente, se adapta a las transformaciones sociales y culturales. A medida que evolucionan las ideas, los valores, las vivencias, las urgencias de una comunidad, el lenguaje se ajusta para reflejar esas nuevas concepciones.
Todo ello se concentra en la teoría del relativismo lingüístico (de Benjamin Lee Whorf y Edward Sapir) acerca de que el idioma es una influencia fundamental en la forma en que percibimos y entendemos la realidad.
Pero además no sólo es que las palabras puedan mudar de concepto o puedan ser redefinidas a nivel social. En estos casos, por la relevancia que tienen en un entramado legal debe existir una nueva definición también jurídica. No es lo mismo que a nivel social si hablamos de una fosa clandestina en un barranco todos podamos entender a qué nos referimos sin que literalmente sea una fosa, a que tengamos que usarlo formalmente en la persecución de un delito o en la integración de una carpeta de investigación.
Si pensamos en aquella máxima de que lo que no se nombra no existe, siento que nos están faltando las palabras precisas para definir esta horrible realidad en la que estamos sumergidos.
Como si la realidad en sí misma cambiara a tal velocidad que no podemos entenderla, nombrarla, antes de que vuelva a mutar de nuevo, con una sensación a veces de incertidumbre, otras de frustración, algunas de enojo.
Rebasándonos.
Twitter: @perlavelasco
jl/I