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La democracia en peligro

El desarrollo de la democracia en el mundo ha sido pendular. Ha pasado de olas democratizadoras a autoritarismos antidemocráticos. En los años 70 inició la “tercera ola” que tuvo como epítome la caída del emblemático muro de Berlín. En la actualidad, parece que el mundo se enfrenta tanto al declive de las instituciones democráticas como la presencia de mayor número de autocracias. 

El Democracy Report 2021 destaca el incremento de los ataques a la libertad de expresión y los medios de comunicación; la embestida al derecho de reunión y la protesta; el aumento de la “polarización tóxica” y las protestas masivas a favor de la autocracia y la violencia política. Esto se interpreta como el advenimiento de regímenes antidemocráticos. Anota que las democracias en la actualidad descendieron a niveles como se encontraban en los años noventa del siglo pasado: las democracias han pasado de 41 a 32 países en la última década. 

Costa Rica y Uruguay están entre 10 por ciento de países con las mejores calificaciones de sus democracias; la mexicana se encuentre entre 40 y 50 (el lugar 82 de 179 países). La pregunta es ¿México se está deslizando hacia una democracia consolidada o hacia un autoritarismo (o peor, hacia un totalitarismo)? Un análisis rápido de las acciones recientes del gobierno federal, a la luz de las definiciones de autoritarismo/totalitarismo, nos arroja luz en este aspecto. 

Karl Loewenstein fue de los primeros estudiosos en usar el término “autoritarismo”, aunque fue Juan Linz quien lo categorizó. Afirmó que éste se distingue por la concentración de poder en una sola persona; que se atribuye la interpretación exclusiva de la voluntad del pueblo; el poder se transforma en un “culto a la personalidad” del líder máximo, con rasgos cuasirreligiosos. El dirigente justifica su proceder político al intentar moralizar todas las expresiones y valores de sus gobernados. Su ideario se presenta como un acto de fe que no admite refutación: cualquier manifestación contraria a los designios del líder es concebida como una trasgresión dogmática. 

En la figura del actual presidente mexicano, las categorías entre autoritarismo y totalitarismo se difuminan y, de haber vivido Linz, habría ideado otra categoría para el actual caso mexicano (así como cuando Vargas Llosa definió a nuestro gobierno como la “dictadura perfecta”). Un régimen político de esa naturaleza sería como una “democracia autoritaria” o un “autoritarismo democrático”, o algo así. 

Las acciones presidenciales denotan, con mayor frecuencia, una propensión al autoritarismo con acciones como ordenar a sus “mascotas” (jefe Diego dixit) “no cambiar ni una coma” de su iniciativa de la Ley de Energía Eléctrica, ignorando olímpicamente el Parlamento Abierto y la división de poderes con el Legislativo; denunciar al juez Juan Pablo Gómez Fierro, que dio entrada a un amparo contra esa ley (no la acción legal, sino la persona); acusar a ciudadanos, como el empresario Claudio X. González o al ministro en retiro, José Ramón Cossío, de estar atrás de dichos amparos. No conforme, amenaza con reformar la Constitución para que el derecho de amparo no funcione cuando se trate materia energética, alejándolo de su principal función: protección contra actos del Estado. 

¿Qué pasará si el número de legisladores que conformen la fracción parlamentaria de Morena (junto con sus partidos satélites) en la próxima Cámara de Diputados tengan la mayoría calificada para someterse a sus designios? ¿O el sometimiento de la Suprema Corte de Justicia a sus berrinches cuando los jueces actúen contra sus ocurrencias legislativas? 

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jl/I