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¡No!, al aumento
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Normalizar la violencia fomenta la vulnerabilidad. Normalizar la violencia es normalizar que existan víctimas. Es normalizar que existan los violentos. Está sucediendo en Jalisco y en el resto del país: quienes consideran normal la violencia están en mayor situación de riesgo. Y por extensión ponen en situación de vulnerabilidad al resto de la población. Al creer que poco o nada se puede hacer, que lo que se haga es inútil, son potenciales víctimas de los violentos y de un Estado mexicano incapaz de contenerlos. Un Estado cómplice.
Si a los homicidios, asaltos, descuartizamientos, fosas clandestinas, fraudes, robos de vehículos, desapariciones y multitud de delitos se les acepta como cotidianos, es dar por anticipado que seguirá habiendo agredidos. ¿Quién sigue? Hoy fueron víctimas unos, mañana otros.
Cuando se normaliza la violencia se valida que agredir es normal; por consiguiente, también es normal ser agredido. La violencia se ejerce contra alguien. La normalización de cualquier ataque tiene un andamiaje lógico que la retroalimenta. Un personaje violento ejerce la violencia contra otras personas. Un victimario existe en cuanto dispone de víctimas. Son una dualidad, bajo este enfoque.
Normalizar la violencia es rendirse ante la violencia. No hay de otra, el ser humano es violento, se puede razonar. Lo que sigue es aceptar que la vida en sociedad es un juego siniestro, una tómbola mortuoria en la que alguien saldrá lastimado o muerto; no queda, entonces, más que confiar en la buena suerte, en una divinidad o un rito que pueda proteger.
Normalizar la violencia es mantener una postura que tiende a lo pasivo. A no ir más allá de adoptar, si acaso, medidas preventivas para no ser víctimas. Podremos subir las bardas protectoras en la casa, cargar en el bolso un envase con gas pimienta, sospechar de cualquiera que se acerque a un cajero mientras realizamos una transacción, rezar diario por los familiares, evitar calles oscuras, desconfiar de correos electrónicos sospechosos, no portar joyería en manos o cuello u otras medidas. Poco importa. Los violentos están al acecho. Hay que sortearlos. Vivir en México es aprender a sobrevivir de los violentos, se razona.
La violencia encarnada en delincuentes comunes o grupos organizados, ronda a diario, a cualquier hora y lugar. Los violentos se sienten seguros en un contexto político sostenido en una burocracia política que normaliza la impunidad.
Hasta ahora, la mayoría en México mantiene resignación social ante la creciente violencia, al creer que es normal. Que el mundo es así. Que es un destino fatal. Que no queda más que sufrir y cargar la cruz. Que nadie puede hacer algo efectivo, como confirman los fracasos de las autoridades para garantizar la seguridad pública. Que los gobernantes en turno no sean eficientes en su responsabilidad atiza la normalización de la violencia. Si no puede ni el Estado, que tiene el poder de la violencia legítima, el ciudadano común, menos, se razona.
Víctimas de violentos se movilizan, protestan, demandan seguridad y justicia. Quienes aún no han sido víctimas directas de una tragedia observan y si acaso se compadecen, salvo escasas excepciones. La normalización de la violencia genera apatía social. O, mejor, justifica la falta de solidaridad. ¿Para qué apoyar a víctimas si uno mismo puede ser víctima y pocos acudirán en mi auxilio? El circulo vicioso se fortalece. No doy, no me dan. Sálvese el que pueda.
Normalizar la violencia es no visualizar un futuro de bienestar. Desnormalizar la violencia es normalizar la paz, normalizar la justicia, una tarea que empieza por estar convencidos de que la seguridad es un exigible derecho humano, que convivir de manera pacífica es viable; que el futuro es nuestro, no de los violentos ni de un sistema político violento.
Twitter: @SergioRenedDios
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