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El INE en tiempos de AMLO

Ninguna democracia es producto de la voluntad de un solo hombre. Su consolidación deviene de complejos procesos políticos y sociales que conforman las especificidades según su versión. En el caso de la democracia mexicana, si bien es muy diferente de cualquier otra, un rasgo la asemeja a todas: las reglas del juego para elegir pacíficamente a los gobiernos y representantes han de quedar en manos de un ente imparcial. La ecuación es simple, sin elecciones confiables e imparciales no hay democracia. ¿A quién dejarle, entonces, la conducción de las reglas del juego democrático?

En México, luego de ocho reformas políticas, desde 1977, si algo ha quedado claro es que ninguno de los jugadores acepta que el árbitro de las contiendas electorales se pliegue a los designios del presidente de turno. Más aún, todos los esfuerzos por democratizar este país comenzaron por un acuerdo básico: las elecciones habían de quedar bajo la responsabilidad de un organismo autónomo capaz de ofrecer certeza, legalidad, objetividad e imparcialidad.

Dicho acuerdo fue aceptado por todas las fuerzas partidistas con la creación del Instituto Federal Electoral (IFE), en la década de los 90, y ahora transformado como resultado de la última reforma de 2014, en el INE. Desde entonces hasta ahora, ningún presidente había demostrado con tal vehemencia su intención de modificar al órgano electoral.

Al igual que las otras reformas, la electoral ha generado una gran polémica y una polarización que desborda a los propios partidos y actores políticos. La iniciativa del gobierno federal pretende la creación del Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC) en sustitución del Instituto Nacional Electoral (INE), y la eliminación de 200 diputados y 32 senadores, reducir el financiamiento a los partidos políticos y re definir el concepto de “propaganda” para que el gobierno se pronuncie durante las elecciones, disposiciones criticadas porque favorecerían al actual partido en el poder.

En la opinión de muchos analistas y especialistas estos elementos representan una regresión y podrían lesionar aspectos esenciales del modelo democrático actual, afectando la celebración de elecciones imparciales, creíbles y auténticas. Uno de los ejes de la discusión política impulsados por la oposición es que López Obrador busca normas y árbitros aliados para 2023 y 2024, utilizando el argumento de la austeridad republicana.

Más allá de las intenciones, la discusión de fondo no está en la narrativa presidencial que advierte que para garantizar elecciones limpias y libres las autoridades electorales deben ser elegidas por el pueblo y no por las cúpulas del poder económico y el poder político. Lo importante más bien es medir qué tanto se pondrá en riesgo el voto de los las y los ciudadanos, los partidos políticos y la legitimidad del sistema.

Por último, la iniciativa del presidente intenta modificar radicalmente el sistema de representación; en contraste a lo que había anunciado el presidente Andrés Manuel López Obrador, la propuesta elimina a los legisladores de mayoría relativa y los sustituye por aquellos que no son producto de una elección directa como son los de representación proporcional, con base en las listas estatales.

Sin duda, el sistema nacional electoral es perfectible, lo que dista de lograrse al subordinarlo a la voluntad de los poderes presidenciales, restando su capacidad de imparcialidad y autonomía. Características que, por cierto, quedaron ampliamente demostradas en la elección presidencial de 2018: la elección con el mayor número de participación en la historia y cuyos resultados fueron posibles gracias al despliegue organizativo del INE.

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