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Diciembre

He llegado a una edad en la que dejé de rehusarme a reconocer aquello bueno que estas fechas decembrinas, navideñas, mejor dicho, trajeron a mi vida.

He rebasado ya ese punto en el que la Navidad me parecía llena de hipocresía y poses, de pura y mera faramalla, de impostura monumental en favor de una convivencia forzada, de un aprecio fingido, de un interés superficial de los que, tras dos intensas semanas, nadie se acordaría.

He abandonado esa idea de que, como confesa atea, no puedo ni debo disfrutar de estos momentos. Como si fuera una penitencia por no creer en lo que la mayoría cree, porque ahora sé que amo ver a mi familia reunida, a mis sobrinos creciendo fuertes y felices; amo cocinar para las personas que me importan y que sé que aprecian mi presencia en sus vidas.

Ahora, sin resistencias, pienso en acompañar, en abrazar, en estar. No, no iré a misa ni juntaré mis manos cuando mi mamá haga la oración en la mesa, antes de cenar, pero agradeceré con todo mi ser seguir viva, tener a mi lado a personas maravillosas a quienes amo y que me aman; me permitiré, desde la humildad sincera, reconocerme afortunada, contrario a muchas personas que no tienen o no pueden gozar de un momento siquiera cercano a aquellos que yo he tenido a lo largo de los años.

Ahora encuentro en estas fechas no solo motivo de reflexión personal, sino también la oportunidad de valorar los lazos que la vida ha tejido a mi alrededor. La Navidad se revela como un recordatorio anual de la importancia de quienes me rodean y mi gratitud hacia ellos.

Ahora las reuniones familiares se han ido transformado en momentos preciosos donde veo crecer a los más pequeños de la casa, quienes me llenan de una alegría auténtica, de la riqueza de su cariño.

Ahora, desde la cocina, encuentro una forma de expresar mi afecto. Preparar platillos para mis seres queridos es un acto de amor tangible, como amor tangible es recibir también de los demás esa comida a la que le dedicaron su tiempo y esfuerzo. Así, la mesa se convierte en un espacio donde se comparten no solo alimentos, sino también experiencias, tanto adversas como afortunadas, pero que refuerzan nuestros lazos, nuestras conexiones, nuestras historias en común.

Ahora abrazo la oportunidad de estar presente. He encontrado mi propia manera de agradecer. La Navidad, lejos de ser una mera tradición, es hoy un recordatorio constante de la importancia de amar, apreciar y compartir; de gestos que dan significado a estas fechas y trascienden cualquier creencia (o ausencia de esta).

Ahora, lejos de resistirme, recuerdo con profundo cariño a todas las personas que a lo largo de mis 42 años le dieron de una u otra forma valor a estas fechas: mis apreciados vecinos y las posadas en las que nos peleábamos por cargar los peregrinos y ser los primeros en pegarle a la piñata, disfrutar de los bolos con mandarinas y cacahuates, y hasta el típico accidente de quemarle el cabello a alguien con las velitas mientras pedíamos, cantando, que nos dejaran entrar a la casa en turno. Mi carta al Niño Dios, cada año; ilusionada, dejar mi zapato de charol y con plantilla (por aquello del pie plano) debajo del árbol y siempre (siempre) haber tenido regalos a la mañana siguiente.

Ahora aprecio a mis compañeros adolescentes y jóvenes del catecismo, cantando villancicos (aunque canto muy feo) en hospitales y asilos, llevando algún obsequio para los más chiquitos, alguna prenda de ropa para los mayores, intentando aprender algo en este proceso.

Ahora, aunque con la ausencia que nos deja la muerte, que tarde o temprano se lleva a quienes queremos, abrazo a mis amigos, a mis colegas, a mi familia, y deseo para todos y para mí misma tanta felicidad como merezcamos, tanto cariño como necesitemos, tanto amor como nos permitamos.

Así sea.

X: @perlavelasco

jl/I