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Podría

Tres niños y una niña revuelven la tierra café y, parece, húmeda. Deben tener unos 8 o 10 años; su edad me recuerda a Sofía, una de mis sobrinas. Los cuatro traen en sus manos herramientas que apenas pueden mover. Hablan entre ellos. Empujan y arrastran. Hurgan. La niña, peinada con un par de trenzas, ve algo. Lo toma, lo levanta, lo ve, lo huele. Casi de forma simultánea, otros dos de los niños hacen lo mismo: encuentran algo, lo toman, lo ven, lo huelen. Al final, desechan lo que encontraron. No les sirve, no es lo que buscan.

Si este fuera un país donde se pudiera garantizar la infancia dichosa, la descripción bien podría tratarse de un día cualquiera en la playa, entre la arena, a unos metros de las olas descubriendo conchitas y estrellas de mar, con palas y picos de plástico, como más de alguno de quienes leen estas líneas disfrutó de pequeño.

Pero como este país es una fosa permanente, donde los cuerpos de miles de víctimas se dejan bajo la tierra de forma impune y descarada, la escena –que dura apenas un minuto– es de cuatro niños que acompañan a un grupo de familias buscadoras de personas desaparecidas…

Es una adolescente con el cabello hermoso y largo hasta la cintura. El sol le cae de pleno. Usa un pantalón de mezclilla y una sudadera. De vez en cuando se recarga en su papá, quien está a un lado. Su mamá, un paso delante de ella, está entre más personas, quienes se acercan a abrazarla y a hablarle unos minutos, todo entre árboles frondosos que mueve el viento de septiembre, frente a una de las casas más bonitas que puede tener la ciudad.

Si este fuera un país donde se pudiera tener una adolescencia tranquila, la descripción bien podría ser de un cumpleaños, una fiesta familiar en la que la mamá es la protagonista, mientras que esa jovencita, aburrida y abrumada, lo único que quiere es que el protocolo termine para poder seguir viendo su programa favorito o jugar con sus amigos, como nos ocurrió en tantas reuniones que tuvimos que soportar cuando teníamos esa edad.

Pero como este país es hogar de autoridades indolentes, donde las familias son recibidas con vallas para que no traspasen a los sitios que ocupan quienes nos gobiernan, la escena es una manifestación afuera de Casa Jalisco, la residencia oficial del gobernador, donde la familia de Miguel Alejandro Soto Martín, estudiante de 22 años plagiado de su casa hace una semana, exige, pide, suplica que regresen al joven con vida, y ruega a los encargados de darnos seguridad y justicia que hagan su trabajo y den con el paradero del muchacho…

Es un niño de 7 años y, como cualquier día entre semana, está a las puertas de la escuela. Pasan de las siete de la mañana y lo acompaña su abuela, quien es subdirectora. Ella se baja del auto y camina hacia la cajuela, en una calle ya transitada.

Si este fuera un país donde se pudiera crecer fuerte y sano, la descripción bien podría ser la de un niño en otro monótono día en la primaria, con el suéter amarrado a la cintura a la hora del recreo, un lonche a medio comer o un partido de fut justo después de la salida, como muchos hicimos cuando íbamos en segundo grado.

Pero como este país tiene problemas profundos y complejos, arrastrados desde hace años, la escena es del asesinato de su abuela, quien al bajarse del carro y abrir la cajuela es alcanzada por dos sujetos en motocicleta que le disparan a quemarropa y la matan. El niño resulta herido, recibe un balazo en la pierna. Su salud es estable, nos dicen, pero jamás volverá a abrazar a esta subdirectora de una escuela en Xalapa…

Como estas (y otras) hay miles de historias. Nuestros niños, nuestras adolescentes, nuestros hijos, nuestras sobrinas deberían vivir tranquilos, seguras, amados, protegidas, respaldados.

Tenemos una deuda con ellos.

Inconmensurable.

Twitter: @perlavelasco

jl/I