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¡No!, al aumento
Me dijeron no negociar con Salinas Pliego
Hace un par de días conversaba con un amigo acerca de lo raro y borroso que se había vuelto el periodo de prácticamente tres años de la pandemia de Covid-19. Celebraba que su esposa y él habían cumplido un año sin tomar bebidas alcohólicas y justo ella, unos días antes, había hablado de lo que los motivó a hacerlo, un poco en medio de mejorar sus vidas y su salud ahora para no lamentarlo después, con más años encima.
Yo le comentaba a él, a su vez, lo complicado que fue (o ha sido, aún en presente) retomar prácticas que tenía antes de esa extraña y muy distópica etapa de la historia moderna.
Como ya lo he contado muchas veces aquí, ir al cine era para mí todo un hermoso ritual. Me gusta el cine como creación artística, pero también disfrutaba la experiencia de ir al cine como un espacio en el que un montón de extraños coincidíamos por un breve momento de nuestras vidas para emocionarnos por las mismas cosas, disfrutar con la misma música, discutir por los mismos temas, todo ello proyectado en una pantalla gigante.
Pero la verdad es que las dos veces que he ido al cine cuando ya fue posible retomar nuestra cotidianidad han sido poco satisfactorias. Personas conversando con sus acompañantes como si estuvieran en la sala de su casa y no hubiera otros alrededor; gente que ya no sólo, como antes, contestaba su celular y decía bajito “al rato te llamo, estoy en el cine” o de plano colgaban, sino que contestan el llamado con total desparpajo, siguen la plática, no hacen siquiera el intento por salirse para responder… y eso que las salas a las que fui no estaban llenas, al no ser películas tan comerciales, y que una pensaría que habría más interés en verlas al tener cierta complejidad en las tramas.
También le contaba la maravilla que era que al final en la generalidad la gente no hubiera retomado en la era pospandemia la costumbre de saludar de beso a personas que no conocía. Y, creo, ahí hay mucha coincidencia entre las mujeres (pueden preguntarles a sus amigas, esposas, novias, hermanas o colegas) de la bendición que sentimos al no tener que tener contacto físico con gente a quien apenas conocemos.
Como anécdota, hace unos 10 meses asistí a una reunión en un lugar cerrado. Yo era de las pocas personas que teníamos cubrebocas. A esa reunión llegó un hombre joven a quien yo no conocía y saludó a todas las mujeres (a mí también) de beso. Me pareció por completo absurdo, pues si yo traía cubrebocas era porque, en ese contexto del Covid, no quería tener algún contacto que pudiera facilitar un contagio, pero esa persona, sin importarle la barrera incluso física que suponía un cubrebocas, había llegado a saludarme de beso en la mejilla.
Antes de todo este desastre mundial, que dejó miles de muertes a su paso y dolorosas historias, íbamos tres veces por semana a comer a casa de mi madre (martes, jueves y domingo). En ese periodo a ciegas esas comidas se suspendieron. Ahora que ha pasado, esas comidas solo quedaron en martes y domingo, con un vacío extraño en la dinámica familiar de años de reunirnos también los jueves. No es que siquiera hayamos planteado volver a reunirnos ese día, sino que es, en mi pequeño núcleo, una muestra apenas perceptible de cómo cambiamos nuestras formas de relacionarnos luego de tres años.
Tuve Covid una vez en todo este tiempo. En contraste, tengo ese mismo lapso sin padecer esas horribles infecciones de garganta que al menos me aquejaban un par de veces al año. De algún modo, como saldo a favor, me hice más consciente de mi salud y de aprender, aunque sea un poquito, a escuchar lo que mi cuerpo dice.
Cada persona que me rodea vivió su propia experiencia. Y tal vez llegue un momento en el que podamos decir, a agua pasada, que algo aprendimos de todo ello.
Quizás.
Twitter: @perlavelasco
jl/I