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“Crisis”, una palabra ¿maldita?

“Crisis” puede ser una palabra maldita. Es temida su pronunciación. Remite a una situación difícil o compleja de resolver. Es sinónimo de que algo está en descomposición, tronando, desestabilizando, sin homeostasis o muriendo. Puede hacer referencia a una amplia variedad de crisis, que afectan de lo individual hasta lo mundial, como la crisis por Covid-19.

Las crisis pueden presentarse en diferentes ámbitos. Como ejemplo, podrían ser ambientales, económicas o de seguridad pública. O políticas, como la caída del consenso social de una institución. Los partidos políticos en México son un caso: están en crisis de legitimidad desde hace décadas.

En la categoría de crisis puede caber cualquier situación que genera lo mismo problemas de salud que una guerra entre naciones. De ahí que asegurar que algo está en crisis, cause temor, angustia o parálisis. Su sola mención puede desatar pensamientos catastróficos personales o sociales, y buscar a quiénes culpar, humillar y hasta linchar. Lo podemos constatar en las redes (de desahogo) social.

En la política tradicional, que un gobernante acepte que sus decisiones generaron determinadas crisis, es casi impensable. Suele argumentar que las crisis son heredadas de una administración pasada, con lo que intenta disminuir su ineficacia o su responsabilidad, o que se deben a factores externos, que no están a su alcance modificar o arreglar. Un político tradicional sabe que expresar la palabra puede desatar reacciones difíciles de gestionar o redirigir, con repercusiones desconocidas. Aunque se asegura que fue pulcro, el proceso interno de elección sigue en crisis en Morena, por mencionar un caso.

Las crisis en la administración pública pueden justificarse por políticas públicas erradas de otros gobernantes, generalmente adversarios. Pero los tiempos para achacar responsabilidades a factores externos tienen un límite. Descuidar las crisis puede abrir grietas de las que emergen otras crisis ocultas.

En el discurso político se cuida cuándo sí y cuándo no conviene usar la palabra crisis. Sin embargo, es complicado resolver lo que no se reconoce que existe, lo que no se mide, diagnostica, monitorea y evalúa. Si no se considera crisis un fenómeno y se le minimiza, eso podría traer consecuencias a mediano y largo plazo, como que la situación se agrave. Las tardanzas tienen costos negativos. El sistema político mexicano entró en crisis en 1968, por ejemplo.

En Jalisco el gobernador Enrique Alfaro Ramírez no reconoce la crisis de desapariciones, que preocupa a las familias con víctimas y al conjunto de la población, como sucede en Guadalajara, Zapopan y Tlajomulco. O el agravamiento de la impunidad con que actúan los grupos de delincuentes o la excavación de fosas clandestinas, como reflejo de una crisis mayor de seguridad pública. O que la crisis forense continúa por la cantidad de cuerpos sin identificar; o que zonas de la entidad las controlan criminales coludidos con policías, o que la violencia permea en diversos estratos. Y esto solamente en el ámbito de la seguridad pública, sin incluir otras crisis.

En el gobierno federal la mayor parte del sexenio han estado en crisis el acceso y la distribución de medicamentos; la inseguridad pública en zonas de la república; las desapariciones que rebasan la alarmante cifra de 110 mil personas; la violencia contra niñas y jóvenes; la presencia dominante y enraizada de grupos económico delictivos; la pobreza extrema en amplios sectores desvalidos; y la corrupción, que continúa en el interior de la propia administración, entre otros casos.

Las crisis reconocidas, asumidas y encaradas exigen respuestas que movilicen a la sociedad. Son una oportunidad política para innovar y recurrir a nuevas medidas. Las crisis negadas son un búmeran. Explotan. Una chispa puede incendiar la pradera.

X: @SergioRenedDios

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