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Dictadura de las mayorías

A principios del siglo 19, el pensador francés Alexis de Tocqueville visitó la naciente república de Estados Unidos y tomó nota de la manera en que se estaba organizando su gobierno de una manera democrática. A partir de ahí, identificó un problema común a todas las democracias: la dictadura de las mayorías.

La dictadura de las mayorías es una fuerza represiva que impide la discusión y castiga la disidencia, por lo que la libertad de expresión no existe en los hechos, dado que quien se atreve a expresar algo que cuestiona la convicción de la mayoría, aunque tenga sustento, se arriesga a ser agredido o expulsado de su comunidad.

Esa tendencia es peligrosa para cualquier democracia, porque justamente la libertad de expresión, que va unida a la libertad de prensa y al derecho a acceder a la información sobre los asuntos públicos es su base. Sin verdadera libertad de expresión es muy difícil, incluso imposible, combatir los prejuicios que suelen sostener el injusto orden de las cosas.

Precisamente para contener esa dictadura de las mayorías, un Estado democrático de derecho establece mecanismos para garantizar los derechos de las minorías desaventajadas, como una manera de repartir el poder de una manera más equitativa. La representación legislativa es uno de esos mecanismos, y cuando funciona bien permite que los asuntos de interés público se discutan y se enriquezca su comprensión con las diversas perspectivas involucradas.

Pero, ¿qué pasa cuando las legislaturas dejan de representar la diversidad y asumen un punto de vista único, al grado de convertirse en apéndices del Poder Ejecutivo? Eso es lo que se preguntó el investigador Sebastian Saiegh, quien publicó sus conclusiones al respecto en 2010, después de revisar cómo actuaban las instancias legislativas en América Latina.

Al respecto llama la atención que, según sus hallazgos, “la falta de deliberación legislativa cuando se formulan las medidas y la debilidad de la supervisión pueden significar que las políticas que se sigan estén mal concebidas en términos técnicos, mal adaptadas a las necesidades o demandas reales de los intereses organizados y de los ciudadanos, que carezcan de consenso y que, por lo mismo, sean políticamente insostenibles, o que se pongan en práctica de manera ineficaz o injusta”.

Considerando esto, y a la luz del uso de la aplanadora legislativa por parte de Morena y sus aliados en las dos cámaras del Congreso de la Unión, lo que podemos asumir es que no les interesa resolver efectivamente los problemas públicos en los que dicen interesarse, sino que solo quieren demostrar el peso de su mayoría. Lo afirmo porque actualmente las dos cámaras son un apéndice del Ejecutivo, prácticamente una oficialía de partes en las que se aprueba sin leer lo que el presidente remite, a riesgo de que contenga errores que puedan agravar la problemática en vez de resolverla.

El proceso legislativo, que incluye la discusión pública en el pleno y en las comisiones en las que se organizan los órganos legislativos, debería de permitir que la ciudadanía se entere de lo que se discute, para saber si le conviene o no apoyar o rechazar las medidas propuestas. Pero cuando ni siquiera los propios legisladores se dan el tiempo de leerlas, solo podemos suponer que quieren proteger intereses ilegítimos.

En ese sentido, no es raro que, actuando como apéndice, la mayoría legislativa de Morena y sus aliados quieran desaparecer al Inai, el órgano que garantiza nuestro derecho a saber, y mientras el presidente usa su poder para descalificar a quienes no le conceden la razón.

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