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¡No!, al aumento
Me dijeron no negociar con Salinas Pliego
Leí a Milan Kundera por primera vez hace muchos años, en la universidad. Tuve que leer La broma para hacer una exposición sobre el comunismo para no recuerdo qué clase. Realmente entonces estuve más concentrada en intentar ver qué era lo que podría ayudar en mi trabajo a presentar que en disfrutar, por sí misma, la lectura.
En aquel entonces me consideraba una buena lectora. Tenía mis favoritos, llevaba libros a todos lados, pedía prestados y prestaba libros, intentaba conversar sobre ellos con quienes también les gustaban. Pese a ello, sinceramente, la obra no me gustó para nada. Me pareció densa, aburrida, lenta. La edición de la colección Biblioteca Breve de Seix Barral tuvo anotaciones a los márgenes, algunos subrayados, marcas… todo eso que ni loca, por aquellos años, haría con “mis libros”.
Expuse con mediano éxito y libré las preguntas que me hicieron mis compañeros y mi maestra sobre el libro. Y La broma quedó arrumbado en mi librero por muchos años.
Poco después de aquella exposición uno de mis mejores amigos de la universidad, con quien entre muchas cosas hablaba precisamente de literatura, me sugirió que leyera (y me prestó) El libro de los amores ridículos. Me dijo, convencido, que ese sí me gustaría. (Por cierto, él también me prestó Defensa apasionada del idioma español, de mi muy amado Álex Grijelmo, y Ética para Amador, de Fernando Savater).
Tuvo razón. El libro de los amores ridículos me encantó. Para empezar, me parecieron, aunque geográficamente distantes a mí, historias más cercanas y más universales de eso, de amor. Amores que rozaban la ironía, el drama, el deseo, la soledad, la contención, la reserva…
Ahora que escribo, creo que los relatos bien podrían llevarse al campo del actual streaming, hacer una serie de capítulos unitarios en los que, adaptados, podríamos redescubrir a estos personajes tan iguales a nosotros, a nuestras parejas, a nuestros amigos y colegas.
Enamorarse de alguien más joven, reencontrarse con alguien a quien conocimos hace años, fingir con tal de que esa persona ponga algo de atención en nosotros, jugar con dos o más personas y sacar el mayor provecho posible, recordar a esa persona que amamos y que ya no nos acompaña. Lo humano, así, en relatos cortos.
Milan Kundera murió hace un par de días. Murió de viejo. Y me puse a pensar en lo poco que había leído de él, pero que, a su vez, dejó una marca por el momento en el que lo descubrí.
La broma me acompañó a muchas mudanzas. En una que hice por allá de 2011 me lo volví a encontrar en el fondo de una caja con libros que ya no consideraba. En un viaje que hice creí que sería buena idea releerlo y, si no me gustaba, dejarlo al fin por la paz.
En esa segunda lectura, lejos de la presión académica, pude disfrutarlo como no había ocurrido aquella primera vez, unos 10 años antes.
Y entonces me di cuenta de que también era un libro de amor. De amores irónicos y complicados y retadores. Trataba de las personas que somos y las que fuimos, de los momentos, a veces absurdos y causados por nosotros mismos, que son capaces de cambiar nuestras vidas; de quienes amamos antes y ahora, a lo que renunciamos o, por el contrario, nos atamos para darnos algo de sentido; de los vínculos y las necesidades, del futuro y del pasado.
Al recordar todo eso y al dar una hojeada (y también una ojeada) por el libro para escribir estas letras me puse a pensar si no es que a veces nos tomamos innecesariamente en serio, si hemos perdido el sentido del humor de podernos criticar a nosotros mismos, tanto en lo individual como en lo colectivo, tal como la broma que hace el personaje principal de aquella novela y que causa un revuelo tal a su alrededor que termina siendo el motivo de su desgracia.
O su reinvención.
Twitter: @perlavelasco
jl/I